martes, 8 de enero de 2013

Dos clochards.




Recién llegado a Huelva, hace ahora cuatro meses, tuve un fortuito encuentro con una mujer, a la vuelta de una esquina, casi un encontronazo, desaliñada y fugitiva, con la expresión de sus ojos perdida pero todavía conectada con algún lugar, con algo parecido a un hilo de esperanza, y a pesar de que mi sobresalto fue tristemente nulo, tal vez por la costumbre de observar los rostros y los gestos de quienes se cruzan conmigo, no puedo negar que sentí que algo había de novelesco en todo aquello; era como una historia que encontraría sucesivos capítulos. Todo, esos tres segundos de admiración, daba píe a pensar que sabría más cosas de ella, que me la volvería a encontrar, mejor o peor aún no lo sabía, pero un presentimiento se encargaba de recordarme que volvería a ser testigo de sus andanzas. En esos momentos recordé a un señor con pinta de anglosajón, rubio y bien peinado, correctamente vestido y casi recién afeitado, al que vi estrenar su sitio de vagabundo pedigüeño en un rincón de Sevilla situado en la zona de Reyes Católicos, muy cerca de la calle Zaragoza. Recuerdo aquel instante en el que dejaba sus pertenencias, resumidas en una bolsa de viaje y lo que llevaba puesto, sobre la acera, y como se reclinaba apoyando su espalda sobre la pared, dos puertas mas abajo del hostal El Cairo. En aquella ocasión tuve la impresión de estar siendo testigo de un memorable acontecimiento: la decisión de alguien que manda el mundo al carajo y decide no hacer caso de nada como diciendo hasta aquí hemos llegado, rey de su silencio, desertor de la selva de cemento en la que se convierte la calle pero sin abandonarla, estando ahí como dándonos en la cara con nuestra propia vergüenza. A partir de aquel instante pasó a ser uno de mis héroes.

Años más tarde, tres concretamente, después de un inusual periplo de ausencia por la capital andaluza, pues se viene comportando esta ciudad como un imán conmigo desde que la descubriera, decidí, sin acordarme de nada ni de nadie, queriéndome perder por sus calles, dar un maratoniano paseo con el fin de reencontrarme con el azahar y el adoquín, con la gamba blanca y el jamón, con la cerveza bien fría y el montadito de pringá, con el aroma a incienso del barrio de Santa Cruz y con el olor a pescado del mercado del Arenal, con muchos lugares en los que me sucedieron cosas y a los que iba echando de menos, cuando de pronto, como un fogonazo que te pone al día de lo que ocurre, en el mismo sitio y en la misma posición encorvada, encontré a aquel hombre que debutó como vagabundo delante de mis narices tiempo ha, y no tuve más remedio que pararme a pensar, a mirar detenidamente su rostro gastado, sus arrugas surcando una frente roída por eccemas provocadas por el desajuste vitamínico; su barba larga, muy larga, tanto que era como un calendario de cabello en el que se veían representados los años de solitario calvario, sus ojos penetrados en las cuencas como muy lejanos, como idos a otra parte parecida al infierno; Era como si tuviese delante mía a los dos al mismo tiempo, al que era joven y bien parecido y a este sucedáneo suyo ajado por la soledad y el infortunio, por el desbarajuste de los inimaginables destrozos que puedan acontecer en las fraguas del pensamiento que no encuentra consuelo. Volví a permanecer por momentos contemplando semejante situación, como quien admira una obra de arte que necesita ser restaurada, y la sensación de ruindad, de culpabilidad y de egoismo que me invadío fue suficiente para darme cuenta de que el circo de la vida se sustenta a base de la colaboración de todos, como yo, los que disponemos de la suficiente fuerza y falta de escrúpulos para pasar por los aros necesarios con tal de no destaparnos demasiado y acabar así, en la calle del olvido, como aquella chica de la canción.

La dama de Huelva, esa señora carcomida por la desesperanza, a vuelto a aparecer en mi vida esta misma mañana y, no habiendo pasado tres años sino cuatro meses, el efecto de la erosión en su rostro ha sido literalmente devastador. Ahora cojea y anda con los brazos caídos, no se inmuta, va sonámbula, como un zombie recien salido de su tumba, con el aspecto que tienen esas personas que acaban de inyectarse un chute de heroína o que acaban de ingerir barbitúricos de manera desmesurada, dejando un rastro de melancolía a su paso, un aroma a carcoma resultante del cálculo del álgebra de la vida moderna en el que los guarismos suspenden eso que venimos más de cien años llamando progreso. Aquel hombre y esta mujer son sin duda dos clochards, dos despojos mutilados y harapientos, dos olvidados con cara de posesos, dos claros ejemplos de nuestros sótanos, de lo que muchas pieles de zorro y de visón camuflan por miedo y cobardía, de lo que muchos zapatos de cocodrilo y corbatas de seda niegan con cinismo, y uno anda suelto por esta enjundia con la sensación de tener todavía la suerte, la egoista suerte, de no haber caído en la tentación de acompañarles en la desesperación.

4 comentarios:

  1. Todo el mundo puede llegar a dormir en las sucias calles,solo nos falta dejar de creer en nosotros mismos.¡Una motivación! eso es lo que les hace falta para sacar fuerzas para luchar y salir de esa situación.Que triste,Clochard.
    Un abrazo fuerte!!

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    1. Resulta terriblemente injusto que se pueda llegar a esa situación, porque nadie se lo merece, y es impresionante, si nos paramos a pensar, la indiferencia con la que nos acostumbramos a mirar hacía otro lado. Perdón por la tristeza.

      Mil abrazos.

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  2. Ha de ser muy duro llegar a esa situación de abandono y hastío.
    Salu2, Clochard.

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    1. No lo sabemos muy bien, por mucho que nos lo imaginemos no podemos hacernos una mínima idea de lo que significa. Para mí son auténticos héroes estas personas.

      Salud, y perdón por la tristeza.

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