sábado, 26 de enero de 2013

Un loco perdido.








Cada día, al llegar a la biblioteca, en uno u otro lado de ésta me topo con un hombre flaco, con aspecto de cansado y mal nutrido, pálido y desgarbado al que la ropa le queda grande como testimonio de lo mal que lo debe estar pasando. Sus zapatillas, unos deportivos blancos con cordones ennegrecidos por las batallas en las que se bate en duelo con una aparente soledad desprovista de puntería para ser considerada de las que acompañan, muestran los indicios de una más que presumible aparición de los dedos entre la suela y la puntera sin que ello se salve de los castigos del invierno, ya que no se demorará la aparición del boquete por el que entren los demonios de las bajas temperaturas, ni de las calamidades de la congelación. Su pelo todavía refleja una tendencia a sentirse libre, propia de esos seres que no se conforman con la pantomima de la actualidad y necesitan que alguien les aclare las ideas a base de conversación inteligente, antes de que definitivamente pierda la cabeza si algún arcángel humano no lo remedia, y a pesar de que debe hacer varios días que no conoce el diálogo con el jabón, ni que eso parezca importarle un bledo, conserva un aire de solvencia y perfumada autonomía con la que nada parece inquietarle tanto como su continuo rastreo a los discos de música clásica y al apartado de filosofía en el que demuestra encontrarse como un pez en el agua.

 Lleva unas gafas con montura de plástico negro oscuro que le otorgan el típico aspecto de un profesor que sabe muy bien lo que dice aunque dé por hecho que en cuanto los alumnos salgan por la puerta no se acordarán de nada, porque no les importa la metafísica de las cuestiones que trata de plantearles, porque les están esperando otras cosas con las que pasar la tarde más a gusto que investigando, porque han venido a parar a un mundo descarrilado y maltrecho en el que ellos no son culpables de la contaminada vitamina con la que se han robustecido las paredes de sus cerebros para no dejar pasar nada que les haga pensar mas de la cuenta, aunque siempre existe la excepción que confirma la regla, esa que se personifica en el retrato de un joven que admira al maestro al que todos llaman loco por andar de allá para acá con esas pintas, con ese barruntar entre dientes quién sabe qué y hasta cuando. Ese chaval que ahora se acaba de cruzar con él en las escaleras de esta biblioteca y al que ni siquiera ha reconocido, harto de gastar tantas energías en intentarlo una y otra vez con miles de personas de las que lo único que obtuvo de una buena vaga fe fue la raíz cuadrada de una sonrisa hiperbólicamente maliciosa e indigna de su compañía, ese signo de conmiseración que delata a los cobardes y a los traidores, a los que ensucian las conciencias con dobles morales y le cortan trajes a medida a la cochambrosa versión sobre la que se acomoda la mentira .

Dialoga con elegancia y simpatía con las señoras del mostrador aprovechando el par de minutos que le brinda la ocasión de renovar el préstamo de un libro. Para poder meter los nuevos ejemplares en su mochila ha de sacar casi todo lo que se encuentra dentro de ésta, y lo que sale de allí es un bosque de cuadernos y de recortes de papel, un rompecabezas de revistas y libretas, un bolígrafo que cae al suelo y un instintivo impulso que le lleva a pedir perdón, ante la nimiedad del tropiezo, como el perro que humilla el simple sonido de la aproximativa cercanía de un humano por miedo a que le den un estacazo. Su mirada retumba en las inmediaciones de quienes hacemos cola, y todos sentimos la culpa instantánea de pensar que es un colgado, un desdichado de esos que luego buscan en los contenedores de basura, una inadaptada y mugrienta rata de alcantarilla que acabará por apestarnos si no se marcha pronto;  y automáticamente, aquellos a los que la cobardía aún nos reserva un poco de tránsito por los confines de la misericordia y la piedad, un poco de reconocimiento y de comida en la nevera para que continuemos engordando mientras éste y aquel y el otro se quitan el hambre a hostias o leyendo a Kierkegaard, pensamos que debe ser un tío inteligente con mala suerte o tal vez un incomprendido; y se nos viene esto a la cabeza para resarcirnos de nuestro delito de consciencia/inconsciencia al no haber tenido la habilidad de comprender que el mundo es una mierda gracias a que no se cuenta con personas como esta, y de retorno a casa paramos en el supermercado y no miramos a la cara a esas dos señoras con aspecto de gitanas de Rumanía porque la perspectiva nos es cegada con una lista de la compra en la que no puede faltar ni el salmón ahumado ni los cacahuetes con los que combatir y sentirnos orgullosos de hacerle frente al síndrome de abstinencia que sufrimos por ser prisioneros de algo tan antinatural y absurdo como nuestra adicción al tabaco.

Después de la cena, para poner en práctica uno de los mandamientos que hacen de mí un ciudadano digno del más alto respeto, salgo a la calle, algo más tarde de las nueve de la noche, para tirar la basura, y contribuir de esta manera a que la ciudad se mantenga lo más limpia posible durante el día, de modo que pueda hacer cualquier barbaridad parecida a un atraco o desaguisado que se me ocurra, incluso tirar en el suelo la colilla del cigarrillo que acompaña a mi paseo, pero que impida que digan de mí que tiro la bolsa en la que se acumulan los desperdicios de mi incivilización a una hora indebida, porque hasta ahí podríamos llegar, eso nunca, y aprovecho la ocasión para contemplar la quietud que van teniendo las calles a esta hora en la que la guerra se fragua en otros lugares cuyo horario favorece el combate, y al pasar por la puerta de una sucursal bancaria, que dispone de una amplia entrada en la que se encuentra su cajero automático, vuelvo a encontrarme con el profesor con cara de loco, con el individuo que deja bien a las claras la diferencia entre la libertad y la usura de los cobardes, hablando con dos vagabundos que allí tratan de encontrar un poco de calma después de haberse fumado una papela de Brown sugar que amaine los apetitos y devuelva las almas al lugar en el que nada se siente y todo se sueña, tratando de entablar conversación con ellos, con esos otros locos perdidos y endiablados por el papel de plata y la jeringuilla, dios los cría y ellos se juntan, porque no encuentra a quien dirigirle una palabra que sea recogida de buen agrado y sin la sospecha de la demencia. Y soy tan cobarde que sigo mi paseo. aunque las entrañas me dicen que he vuelto a perder una oportunidad de hablar con un maestro, con un Ulises que se equivocó de siglo, con un mal parado cuyo campo de concentración se encuentra en esta ciudad, poblada de abanicos y pieles abrochadas, en la que la niebla moldea los cabellos de la desgracia y entumece la paciencia de la verdadera sabiduría, y mete a mucha gente en las iglesias para sentirse consolados y a salvo del pecado mortal con el que se pican los billetes dirección a un infierno diferente en el que el encargado de ver los toros desde la barrera sea este loco perdido que cada día me encuentro en la biblioteca.


4 comentarios:

  1. Clochard:
    Un texto fuerte y contundente, de esos que te ponen entre la espada y la pared. O lo lees o le das de lado. Si lo lees, te enfrentas no sólo a la realidad descrita sino a tu conciencia. Y no te quedas indiferente.
    Pero te asaltan dudas y remordimientos. ¿Qué hago frente a un caso así? ¿Me implico o no me implico? ¿Ayudo a distancia o de cerca?
    Y la incertidumbre, siempre, revoloteando, haciendo de las suyas.
    Salu2.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Dyhego:

      Ante este tipo de situaciones a mí me da por pensar. He tratado de desnudar el sentimiento de culpabilidad que nos asalta y a la misma impotencia de no saber qué hacer en esos momentos. Creo que con reflexiomar y actuar humildemente y en consecuencia con lo que hacemos, sin megalomanías de turno ni arrogancias, se puede indirectamente hacer algo y, llegado el caso, callarle la boca a algún que otro botarate de los que van sentando cátedra con una gramática falta de pudor. Bueno, algo es algo.

      Salud.

      Eliminar
  2. Como tú has dicho en alguna ocasión,con un buen libro no sientes la soledad y éste "loco perdido",tristemente llenará la suya,como mejor puede o le dejan...Un abrazo fuerte!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Este loco perdido llena su soledad con el vacío que el resto le ofrece, haciendo de él un mundo interior que debe ser espeluznante.

      Mil abrazos.

      Eliminar