miércoles, 23 de enero de 2013

Ni más ni menos.







Al igual que nuestras huellas dactilares o nuestro reglamento genético, existen cosas que nos identifican y nos hacen ser únicos e irrepetibles. Hay maneras de andar a las que casi se les supone una patente, como al conductor suicida de la canción, o inclinaciones de brazos y apretones de manos que definen una personalidad determinada. Formas de mirar y de sentarnos, tendencias a abrir el periódico por uno u otro lado, métodos de estudio y procederes a la hora de iniciar la lectura, en esa manera que a cada uno nos identifica en el momento en el que nuestro cuerpo se acopla a la silla o butaca preferida para el cobijo de la soledad empapada en el interior de un cuento, novela, articulo o relato de cualquier tipo. Todo son guisas y procedimientos que realizamos instintivamente, porque nos pertenecen tanto como nosotros a ellos, sin los que no somos nadie o casi nadie, sin los que nos sentiríamos inválidos de autenticidad y desamparados de un código de barras que va por delante de nosotros como embajador de nuestra presencia haciendo desaparecer el aspecto de vacuos espectros que tendríamos en caso de que aconteciese la nulidad de esos rasgos que nos caracterizan.

Sucede lo mismo con nuestras manías personales a la hora de colocar los libros o los objetos más dispares que nos acompañan. Uno puede entrar en su cocina y saber si ha sido movido el más mínimo utensilio, o en su cuarto y descubrir que algo raro sucede por el mero hecho de que el pliegue de una cortina, o la manera en la que se encuentra colocada la colcha, o la posición del despertador nos digan que ha sucedido algo que no estaba previsto: porque en ocasiones nos descubrimos a nosotros mismos en nuestros ademanes y costumbres, hasta el punto de sosprendernos de haber hecho cualquier cosa de una diferente manera a como lo veníamos haciendo desde hace años. Del mismo modo nos manifestamos en nuestra más sincera autenticidad cuando nos observamos adoptando una postura que corresponde a alguno de nuestros progenitores, momento en el que te das cuenta de que te pareces a tu padre o a tu madre mucho más de lo que habías imaginado, observación que sirve de punto de partida para comprender porqué llevaban tanto tiempo recordándote eso que eras incapaz de ver en ti.

Hay procedimientos que nos describen sin igual. Tal es el caso de la firma, esa rúbrica que dejamos plasmada en un papel con el fin de decir esta letra es mía, para lo bueno y para lo malo, para ese montón de documentos que nos vemos obligados a firmar con el fin de que nuestra supuesta vida continúe rodando por los caminos que se le atribuyen debidos para no sacar los pies del plato, y para dejar pasar los días a la espera de ser llamados a un indeseado trámite con el que no se nos deja innecesariamente de molestar acuciando el sentimiento de culpabilidad a causa de que nuestros pulmones funcionen todavía. Y en eso también somos auténticos, en la espera o la impaciencia, en la disposición con la que afrontamos la incongruencia de la burocracia, que los hay quienes son auténticos ogros del terror en sus protestas ante una ventanilla, quienes se lo toman como algo que hay que aguantar sin mas, y quienes se sienten partícipes e identificados con sea cual sea el movimiento, sello, contrato, letra, póliza o resguardo que precise de su presencia para que mengue la sensación de desamparo que algunos seres sienten cuando les invade demasiada paz que acaba por no decir nada de lo que esperan deseosos del morbo y el ruido del cuchicheo y la cátedra de las malas lenguas.

 Recuerdo la emoción que sentí cuando leí que Pablo Neruda lo escribía todo con tinta verde; qué hermosura de gesto. Y algo así quisiera uno para sus aconteceres en el tramite de dejar plasmados los signos que ha elegido para dar fe de su nombre sobre la clausura de un contrato, como atisbando un halo de esperanza y de futura promesa, echando mano del recurso del eterno optimista que nos enseñó Mario Bededetti. Sería bueno hacer uso del color de la tinta en función del estado de ánimo en el que nos encontráramos en cada situación; pasaría esto a ser una nueva manera de doble comunicación: una con el mensaje en sí y otra con la tonalidad elegida para vestir la tinta con la que dicho mensaje ha sido escrito , como si de la mirada de las palabras se tratase.

Son muchos los rasgos que nos identifican sin siquiera abrir la boca, tantos que si utilizásemos la imaginación y el discerdimiento con mas asiduidad podríamos entendernos mejor tan solo observándonos un poco; pero es demasiado el ímpetu que siempre le ponemos a querer escuchar aquello que queremos que nos digan y nada más, o en solo querer ver aquello que queremos contemplar, y por ello nos perdemos la inmensidad de diferentes percepciones que se encuentran en cada uno de nosotros tratando de decir algo, pegadas a nuestro rostro y cuerpo, a flor de piel deseando transmitir algo y a la espera de no ser tapadas por los maquillajes de la hipocresía. Hay rasgos sobre los que el cinismo sale al quite como último remedio pero es más la fuerza de su expresividad que la pobreza de la excusa que trata de remediarlos. Al fin y al cabo andamos desnudos por mucha ropa que nos pongamos encima porque la autenticidad pervive, para mal y para bien, y a ninguna pupila que se precie y no quiera someterse al fraude del caleidoscopio político-comercial se le escapa detalle de la pinta de fantasmas en la que han desembocado nuestra fachadas, como queriéndose esconder de lo que realmente son, ni más ni menos. 

4 comentarios:

  1. Clochard:
    Análisis detallado, completo y veraz.
    ¿Quién no ha reconocido a alguien por la espalda, entre mucha gente, por su forma de moverse? ¿Quién no ha repetido un gesto del padre o la madre?
    Ante esa rutina, hay que hacer un esfuerzo y cambiar, más que nada para no anquilosarnos.
    Casi todas las noches salgo a correr y es tan monótono que una veces empiezo por la derecha y otras por la izquierda. (Hago una elipse y empizo por la mitad, así que, un día toca llegar primero al pueblo A. y al siguiente al pueblo L.
    Salu2 corporales.

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    1. Dyhego:

      Dicen que los buenos detectives son los que reconocen por la espalda, y los gestos de nuestros progenitores son dados a no ser vistos por nosotros mismos de puro claros que son. Está bien eso de cambiar para no anquilosarse, al menos en hábitos con los que corramos el riesgo de la resignación tras la que acontece el más que probable aburrimiento.

      Salud, y buenos cambios.

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  2. Yo tengo un tic o manía,que es,tocarme las pestañas con la yema de los dedos.Cuando estoy cansada,cuando pienso o cuando estoy nerviosa,es algo que a mi me relaja y que a alguna gente incomoda,no se por qué.Personalmente creo que con los años cogemos y dejamos pequeños ademanes y costumbres sin darnos cuenta.Pero todo individuo guarda una esencia que nos hace un ser;único,inefable,particular,como "...el patio de mi casa,que cuando llueve se moja como los demás..."
    Un abrazo single!!

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    1. Qué sería de nosotros sin esa particularidad que nos caracteriza: creo que poca cosa. Lo más aburrido es la neutralidad que adquiere el aspecto de las masas cuando se dejan llevar por hábitos y tendencias sin pensar de manera individual qué y qué no les gusta. Y de la misma manera que no nos bañamos dos veces en el mismo río no se moja dos veces el mismo patio si se alimenta la imaginación con la que ese espacio se convierta en una isla encantada.

      Mil abrazos.

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