viernes, 25 de enero de 2013

Mis últimos ahijados.






A veces se pregunta uno, cuando ve los libros ordenados sobre los estantes de su casa, a dónde irían a parar si en cualquier momento desaparecieran de la faz de la tierra las manos que ahora se encargan de ordenarlos y la mente que se encomienda en el propósito de sacudir el alma de los personajes de cada una de esas novelas o explorar los paisajes imaginados a los que se refieren los artículos y ensayos por los que tan a sus anchas viaja, llegando casi a hablar con ellos o sintiéndose identificado con tantas alegrías y desastres como en ellas se encierran. Quién se encargaría de todo aquello sin haber dejado testamento alguno ni escrita manera de proceder a la hora de darle un destino que les imposibilitara acabar roídos por la parsimoniosa erosiva acción del polvo. Entonces me levanto y me acerco para contemplar el lomo de alguno de los que más tiempo me lleva acompañando, y atisbo la presencia de otros tantos a los que ya tenía casi por perdidos y que han decidido regresar sin previo aviso que yo recuerde, entrando por la puerta de atrás como el joven que de madrugada no quiere que su madre se entere de la hora de recogida y opta por saltar por la tapia del patio que va a parar a la ventana de su dormitorio. Porque hay libros que uno piensa que dejó prestados y luego se encuentra con que aún siguen conviviendo con el resto de los que conforman esa empapelada memoria personal que uno arrastra, como si de un currículo se tratara, y hay otros a los que se acude con la seguridad de la tenencia de un cotizado tesoro y la sorpresa se caracteriza por la ausencia de éstos en el preciso instante en el que más falta nos hacían, y la duda de que el recuerdo nos haya llevado a uno de los peores olvidos de los que podríamos ser sujetos asalta sin dar crédito de semejante destierro, ni ser capaz de averiguar causa alguna que lo produjera. No ejercen entonces de consuelo aquellos otros cuyo propietario se estará preguntando ahora lo mismo sin siquiera imaginar que se encuentran a nuestro recaudo. Una cosa por la otra no sirve de nada ante semejante manifestación de egoísmo de la que dificilmente sale impune el bibliófilo; suerte hayo, de momento, de no haber sido atacado por tal desequilibrio ni derivadas han sido mis manías en la puesta en la hoguera de cientos de mis ejemplares, como le sucedió a Don Quijote, a pesar de haber sido ya testigo en alguna que otra ocasión de declaraciones, por parte de ese tipo de intelectuales que se conforman con alborotar el sospechoso universo del twitter, tales como que no me conviene leer tanto, cuando uno solo piensa que tan poco; afirmaciones de las que se sale entristecido y acuciado por la desidia dominante a la que solo le encuentro el remedio de seguir interesado en aumentar la parentela de páginas que me acompaña.

 Hay de todo, desde tomos comprados en grandes almacenes hasta libros que adquirí en librerías por cuyos estantes merodeé con inquietud y siempre con la sensación de que debía ser maravilloso trabajar allí, rodeado de tanta palabra escrita y al resguardo del calor y de las inclemencias del desagradecimiento de los pedantes y mal educados clientes que por el mero hecho de tener dinero se creen en el derecho de permanecer en el restaurante hasta las siete de la tarde; Hubo una ocasión en la que estuve a punto de trabajar en una librería. Guardo desde novelas rescatadas del frío de un puesto callejero, en el que se podían obtener a euro la pieza, hasta relatos que encontré en el banco de un jardín de una ciudad de la que no recuerdo el nombre porque debió aparecer en alguno de mis sueños. Todos juntos forman una familia en la que se puede resumir lo más importante de mi biografía atendiendo a los últimos quince años; en todos y cada uno de ellos encuentro un motivo de rememoración que me conecta con una anécdota de aquellos días o con un suceso que por entonces hacía que el aire fuese respirable y duradero sin riesgo de agotarse. Es curioso observar cómo con un sencillo vistazo a los libros que uno tiene se puede hacer una idea de lo que era y de lo que es, aborrecibles materialismos aparte, y la inmensidad que se abre delante de sus narices para que ser bebida al menos en algunas de sus gotas.

Si entro por primera vez en casa de un conocido no dudo en pedir permiso para echarle un ojo a los libros que se encuentran en ella. También se lleva uno sorpresas al entender o no entender demasiado lo que allí sucede; a veces parece mentira y otras veces no sales de tu asombro, de todo se aprende. No queda escaparate de mis paseos, en el que algún libro sea expuesto, que no sea objeto de un vistazo, no sin el resquemor de no poder invertir el dinero del que no dispongo en adquirir por doquier tantos cuantos quepan en mis manos. Es un hábito que te va enredando en una espiral que termina por dar con muchas obras sin leer o leídas a medias, nadie lo puede negar, pero hay una situación en la que ese imán, con cuya fuerza de atracción nuestros ojos y manos se adhieren a los textos, es un irremediable síntoma de que en breve sucederá algo que permita engordar la lista no dejando huérfanos de estantería a capítulos que dieron píe a cambiar el rumbo de la literatura; me refiero al parcial expurgo de una biblioteca en el que se puede encontrar de todo, mucha información que ya no es consultada, mucho número y ecuación, mucho gráfico y código repleto de leyes que han sido derogadas por otras más hábiles en esconder la trampa tras la que aguarda el avariento cepo al acecho del despiste de la ciudadanía desprovista de defensa e información, e igualmente obras que han acabado en semejante paradero por obra y gracia de un impío azar o descuido en las maniobras de los bibliotecarios, quién sabe. En casa del herrero cuchara de palo.

El caso es que un día de la semana pasada, al entrar en la biblioteca, vi que en el pasillo principal de la misma había una mesa sobre la que se encontraban montones de libros al amparo de un cartel que indicaba que se trataba de un expurgo, momento en el que mi pensamiento se frotó las manos y tras el cual, a pesar de que la mayoría de las obras que allí yacían se basaban en diferentes tipos de cálculo, estadísticas y códigos anticuados, temas a cerca de los que no me mueve una gran inquietud, atisbé la presencia de otras sobre las que no tuve más remedio que arrojarme sin encontrar explicación que pudiera sacarme de dudas de qué era lo que las había hecho ir a parar allí, desoladas y solitarias en medio de otras materias con las que nada tienen  que ver. Apadriné, casi de inmediato, "El astillero" de Juan Carlos Onetti, "Tres ensayos sobre la teoría sexual" de Sigmun Freud, unas "Memorias fotográficas" de Juan Villalta y un discurso sobre el debate ecológico, titulado "Más allá de la supervivencia", de Andrew Feenberg junto con "Nuevas aguafuertes" de Roberto Alt y una "Ortografía práctica de la lengua española" de Luis Miranda Podadera. Ahora comparten estancia con el resto de la familia libresca y supongo que de madrugada, como los zapatos de "No mires debajo de la cama" de Juan José Millás, hablarán de sus cosas y se contarán sus historias. Se preguntarán unos a otros cómo llegaron hasta allí y se darán las pertinentes explicaciones hasta que la confianza les vaya soltando la lengua y acaben por contarse los argumentos que encierran y lo interesantes que le resultaron a otros lectores, mientras yo sueño con despertarme con las mismas ganas de contar con la compañía de todos ellos para seguir sobreviviendo.

2 comentarios:

  1. Clochard:
    Parafraseando a no sé quién, podríamos decir que no sólo somos lo que comemos sino que también, o, además, somos lo que leemos.
    Ponerse a revisar libros es como abrir una página del diccionario: que una palabra te lleva a otra y a otra y a otra y acabas en un jardín lleno de sorpresas.
    ¡Lo malo es cuando ya no te queda sitio para colocar libros! Las bibliotecas y los libros electrónicos vienen muy bien en estos casos.
    Salu2.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Dyhego:

      Eso de que somos lo que comemos me suena de Grande Covián, padre de la dietética y la nutrición en España, gran investigador de la alimentación. Y de los libros, que quieres que te diga, que en cada mudanza me encuentro con la misma situación, hasta que ya me he acostumbrando a dejar alguna que otra caja en casa de algún amigo y puedo decir que tener no tengo ni un duro, pero libros por todos lados por los que he ido pasando. Ahora, pero que bonito y placentero resulta pasar las horas metido en la biblioteca, de acá para allá entre tanta abundancia.

      Salud.

      Eliminar