sábado, 20 de agosto de 2016

La palabra Dignidad


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Entre unas cosas y otras parece mentira que no se les ocurra ninguna idea constructiva, un atisbo de cooperación, ni a los que nos gobiernan en funciones ni a los que no nos gobiernan pero no están muy dispuestos a funcionar; parece como si andaran todos al acecho de la oportunidad de sus vidas para pasar  a la historia como los primeros que fueron capaces de aguantar el tirón resistiéndose a no abandonar un sillón en el que han quedado enquistados como si tuviesen pegamento en el culo en uno de los momentos más delicados de la Democracia de un país como España, provocando además un colapso institucional sin precedentes en la historia de Occidente desde hace más de un siglo. La excepción que cumple la regla está siendo Ciudadanos, con sus seis condiciones; algo es algo, un hilo de esperanza que no es suficiente, y tras el que quién sabe qué se pedirá a cambio, porque lo que está claro es que estamos en el fango y que estamos llegando tarde al mínimo exigido por la dialéctica de la política moderna; estamos en un lío resumido en que el país tiene un problema de orden cultural en su clase política por culpa del cual es fácil que veamos escenas cercanas a uno de los pecados capitales: la Soberbia.
A ningún político se le pasa por la cabeza dimitir, dejar que venga otro a ocupar un lugar con la energía necesaria para colaborar por una causa que arrastra a cincuenta millones de personas. A todos esos que dicen que llevan el timón del barco de esta España nuestra de camisa blanca de camarero y de mono azul de mecánico y de bufanda a cuadros de profesor de instituto, esta España nuestra que ríe por no llorar, con sus verbenas y sus ferias y sus casetas con farolillos, con sus noches de vino tinto y sus mañanas de vino blanco, y que va saliendo a flote de milagro, a costa del lomo de las hormigas de un panorama social digno del surrealismo, hay que bajarlos a la calle, hay que enseñarles, con buenos modales, lo que significa la palabra Dignidad.
Entre unas cosas y otras hace ya ocho meses que estamos sin un gobierno establecido, un gobierno estable y con figuras en este paisaje en el que el orgullo encarece las facturas. Les traen al pairo las consecuencias que tengamos que asumir los que estamos a la espera de que, de una vez por todas, alguien se pronuncie a favor del menos común de los sentidos y dé un paso al frente, sin cobardía, sin miramientos ni intereses de partido, haciendo valer su condición de ciudadano español como el resto del pueblo que se levanta a las seis o las siete de la mañana para ganar lo justo estando además amedrentado por una más que posible y rápida y eficaz rescisión del contrato por motivos que no vengan al caso pero con  las que el nepotismo y la incompetencia saben codearse muy bien.
Dónde está ese alguien con la capacidad y la honradez necesarias para emprender el camino de la construcción de un porvenir que no ha empezado hoy, que va con retraso en un reloj de arena con grietas en el cristal, con el incomprensible retraso de los ocho meses en los que la comedia humana que están representando dirigentes en funciones y aspirantes con pinta de contrincantes está calando hasta los huesos del absurdo y nos está dejando en evidencia delante de una Europa cuya metodología política le viene grande a un país con una clase política forjada en las trincheras del oportunismo. Qué vergüenza. La manera en la que se ignoran unos a otros a la hora de hacernos ver que están tratando ponerse de acuerdo es exactamente la misma que la cara que pone el actual presidente en funciones para despedir de un plumazo y cuando a él le vienen en gana, en directo, a los periodistas que se disponen a hacer algunas preguntas que acaban quedándose en el tintero de la rabia contenida; él pone las reglas del juego de la transparencia, él se lo monta y él se lo come y él se lo bebe y él se lo hace a la francesa, y si te he visto no me acuerdo.
Luego el remate: la fatiga del telediario: guerras, ataques, bombardeos, secuestros, pólvora, fusiles, llamas, explosiones, granadas de mano, aviones que sobrevuelan los tejados dejando un rastro de terror y de dolor, niños que agonizan, fundamentalistas de religiones que nunca mejor dicho, ni mejor llevado a la práctica que ahora, religan, atenazan, someten, comen los cerebros, dogmatizando a pueblos indefensos y fieles que se agarran a un clavo ardiendo y que no se proponen, porque nadie se ha encargado de enseñárselo, mirarse al espejo de lo otro, de lo contrario al salvajismo atroz y desmedido de la confrontación de las máquinas que arrasan miles de vidas en un abrir y cerrar de ojos. La cultura y la madre que parió a los que se están encargando de hacer de este planeta una madriguera de lobos feroces y de presas del pánico, de gentes que habitan países arropados por la bandera del miedo y de la sinrazón de la cerrilidad entusiasmada por las falsas promesas de esa recalcitrante demagogia que huele a estiércol de la tercera guerra mundial. Entre unas cosas y otras se nos está olvidando el significado de la palabra Dignidad.

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