jueves, 11 de agosto de 2016

La materia de un libro

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El otro día mi amigo y compañero de trabajo Pablo Sarmiento me dijo que había estado echándole un ojo a todo esto que voy escribiendo, y que le pareció bien, que era como un diario en el que, teniendo en cuenta que fundamentalmente nos conocemos de compartir escenario y bastidores, ahora me entendía mejor, como si leer lo que uno escribe fuera una eficiente manera de entrar más allá de lo que las apariencias nos deparan en nuestro trato ordinario. A la vez que me lo decía me iba diciendo yo a mi mismo que si, que esto se parece a un diario, y que bien podría parecerse al diario de un camarero, para lo cual solo tendría que dedicarme a escribir todos los días lo más singular de mis jornadas, las claves del éxito o fracaso de las funciones, las quejas y felicitaciones del variopinto plantel de clientes, las discusiones en un pase de cocina que en ocasiones se parece a un aeropuerto que necesitase varias torres de control, la satisfacción del trabajo bien hecho, los errores con los que alguna vez se ha echado uno las manos a la cabeza y ha rogado para que una fuerza sobrenatural le ayude a que la tierra se lo trague y le haga desaparecer hasta el día siguiente, las charlas con la plantilla justo antes de salir a la sala, los cafés en los que una serie de jóvenes promesas se intercambian miradas de complicidad y camaradería orgullosa de pertenecer a un equipo en un office reluciente y preparado para lo que venga, para como dicen los artistas desearse mucha mierda. Escribir es ordenar el pensamiento, no dejo de pensarlo siempre que lo hago, y el otro día, mientras Pablo me hablaba, yo entendí que iba ya siendo hora de poner en orden ese montón de notas que se van quedando en los bolsillos del recuerdo, de la memoria y del buen olvido, para tratar de hacer con ellos algo parecido a un diario, a un diario fingido o real, o medio real a base de un poco de imaginación, o medio imaginario a base de algo de realidad, encontrando el equilibrio en el que contar las cosas no se convierta en el tedio de la página en blanco. Si me paro a pensar en qué dedico el tiempo de mi trabajo no dudo en sentirme afortunado al comprobar lo qué hacemos y dónde lo hacemos, cómo lo hacemos y las sensaciones que pueden ser despertadas por nuestra culpa, por nuestra previsión y sensibilidad, por nuestro esfuerzo en tratar de acercar nuestro oficio al corazón de la gente. Me siento afortunado porque además lo puedo compaginar con mi afición a la literatura, porque cada día compruebo con mayor claridad la relación que existe en todo lo que nos rodea en el restaurante con las ganas de contar una historia, un cuento, un relato, un diario pongamos por caso. Nunca sabe uno dónde se encuentra la primera piedra del edificio de una buena idea, ni sabemos hasta qué punto puede trascender lo que decimos sobre quienes nos escuchan. Tras conversaciones de este tipo, en el que le saltan a uno la chispa y las ganas de ponerse manos a la obra de una vez, acaba uno pensando un poco como Montaigne cuando escribió "Así, lector, yo mismo soy la materia de mi libro". Ójala.

2 comentarios:

  1. El primer paso es la reflexión. Y ponerse.

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    1. El reto de la página en blanco, el deseado equilibrio que se encargue de coser todas la ideas y transformarlas en un traje. Es un bonito propósito.

      Salud, Dyhego.

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