jueves, 18 de agosto de 2016

Ignorancias


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Hay algunas cosas de las que me da mucho coraje saber muy poco o nada. Hasta hace unas semanas prácticamente nunca me había interesado por las plantas, los árboles ni las flores, mi conocimiento sobre semejante manantial de belleza natural se resumía en lo más básico incluyendo muchas dudas; me daba mucha vergüenza, y me sigue dando, que me preguntaran por el nombre de alguna flor y no encontrar respuesta en el transcurso de un paseo plagado de obras de arte nacidas de esta tierra que tan desaforadamente pisamos sin reparar en la esencia del subsuelo. Me sucede lo mismo con algunas etapas de la historia, sobre todo las de sus albores, en las que torpemente me pierdo cada vez que tras la exposición de una serie de datos no sé discernir a que época pertenecen, viéndolo todo como un conjunto de miles de milenios tan lejanos que parecen reposar en la memoria del pasado, en ese pretérito en el que todo comienza, en el que todo echó a rodar hasta que vinieron el fuego, la piedra, los metales, las herramientas, la articulación de la voz y el milagro de la palabra, y el colmo de los milagros que para mi es cuando a uno de aquellos hombres se le ocurrió hacer un signo con el que identificar algo, con el que resumir un objeto para comunicárselo a los demás, algo parecido a una letra y a otra que devienen en la formación de la primera palabra. Todos estos periodos han sido para mi torpemente olvidados y apasionadamente recordados a partir del momento en el que toma uno consciencia  y tiene constancia, como con las plantas, de la riqueza del primer eslabón de cada una de las cadenas de montaje de la vida, de la armonía con la que el fluir del tiempo ha ido colocando las piezas de un gran puzzle que el hombre se ha ido encargando de desordenar a su antojo transgrediendo las leyes de la naturaleza hasta creerse en el papel de parte dominante con derecho a someter al resto de las especies. Y continuando con mis ignorancias, a pesar de la admiración, hay que mencionar la de la música clásica que tanto me gusta escuchar, esa que raro es el día que no forma parte del sonoro decorado de fondo de mi casa mientras leo o escribo, mientras dibujo u ordeno los libros, mientras, por cierto, riego las plantas. Escuchar el terciopelo de un violín es de un goce que lo transporta a uno a una paz interior en la que fluyen las ideas; acompañar los movimientos mentales que uno realiza mientras se encuentra trabajando en el estudio de una novela de la transmisión sutilmente procedente una filarmónica con el volumen muy bajo ayuda a que la cuadratura del círculo de la concentración encuentre aposento en el provecho del análisis; luego está el director cuyo nombre siempre se me olvida; la ciudad a la que pertenece la orquesta y que se confunde con Viena, Berlín, Nueva York, Londres, Belgrado, Praga, Varsovia o París; la sonata o la oda, la ópera, el opus, de nada me acuerdo pero con todo ello me deleito. Se siente uno cómodo a veces frecuentando su haraganería desentendiéndose de los datos esenciales de aquello que le acompaña, aunque luego echa en falta saber algo más para una mejor interpretación, para un disfrute más pleno, para que su ignorancia continúe siendo regada como se riegan las flores del bien.



2 comentarios:

  1. La mayor ignorancia del ser humano es creer saberlo todo y así nos va...Pero,tú tienes la humidad del que quiere aprender más cada día.Un abrazo ávido!!

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    1. Lo suyo sería que nos diera un poco por pensar que sólo sabemos que no sabemos nada; eso da mucha tranquilidad y muchas ganas de saber que queda mucho, afortunadamente, por andar y que lo mejor está por llegar.

      Mil abrazos.

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