lunes, 29 de agosto de 2016

Las llaves del cielo


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Mantengo una conversación telefónica con un amigo que conservo desde aquellos años en los que el destino sin saber ni cómo ni por qué se encargó de reunir en un grupo de chavales, a cuál más diferente, lo que en esencia vendría en convertirse en parte de lo mejor de la memoria de todos los que fuimos partícipes de las andanzas de una pandilla en la que uno empezaba a aprender el sentido de la transigencia y del respeto, y de lo más difícil de todo que es la tolerancia, y siento que de no haber sido por aquello uno no sería lo que es; en las calles de un pueblo de Jaén en una época en la que el olor a aceituna transportada en remolques de tractores embarrados era uno de los más claros síntomas de que se encontraban muy cerca las vacaciones de Navidad; en la barandilla de un instituto en el que la filosofía era todavía una de las asignaturas principales, un instituto que por su cercanía nos dejó a todos grabada la suntuosidad del aroma procedente de una fábrica de galletas; en los salones de juego que nosotros llamábamos los billares, porque entonces quedábamos en los billares, o en la plaza del ayuntamiento, o en aquella otra plaza cuyo centro estaba ocupada por una fuente a la que todo el mundo llamaba El monumento; amigos que compartíamos cigarrillos de Fortuna sueltos cuyo nombre era una especie de premonición de lo que nos esperaba. Hablo con Teodoro Bernabéu y a los dos nos vienen a la cabeza un montón de anécdotas que más allá de llevarnos a pensar que vamos ya teniendo una edad nos conducen a la conclusión de que se trata de cosas, de situaciones, de ocurrencias, de osadías sanas, cuyos requisitos para llevarse a cabo eran tales que sencillamente hoy, además de inimaginables, son imposibles de hacer porque pertenecen al patrimonio de lo que fuimos aprovechando al máximo las herramientas de las que disponíamos cada vez que teníamos unas horas libres para estar juntos, en un contexto y bajo unos condicionantes en los que prácticamente todo estaba al servicio de la imaginación, y sin hacer grandes esfuerzos, porque no necesitábamos que nos animaran demasiado, iban poniéndose en práctica experiencias en las que lo mismo aparecía una carroza lanzando caramelos que una función de teatro en la que casi se quedan sin papel en la taquilla, un grupo de canciones cursis pero auténticas que un Seat 600 con una batería, con sus bombos y platillos, atados al techo de ese coche en el que casi todos aprendimos a conducir antes de que en la autoescuela nos diesen una palmadita en la espalda. En todo aquello fuimos dejando la rúbrica de nuestra manera de entender la amistad como el pintor al que no le importa demasiado lo que digan de sus cuadros ni necesita mucho público que lo alabe para seguir trabajando. Allí, en todo aquel imposible y disparatado cúmulo de historias, se fue forjando el carácter de los futuros profesores y abogados, banqueros e ingenieros, directivos y graduados sociales, mandos militares y maîtres en los que gradualmente nos hemos ido convirtiendo hasta llegar a este presente de whatssaps y páginas webs en el que a mi se me enredan los dedos en la pantalla del teléfono. Entonces, en el tiempo en el que Teo y yo estamos instalados mientras seguimos hablando, cuando uno de los mayores de cualquiera de tus amigos te llamaba por tu apodo uno sentía una cercanía que le hacía tener delante como a otro padre o a otra madre del que también convenía seguir sus consejos. Todo eso se ha ido quedando sellado en forma de imágenes a las que uno recurre cuando retrospectivamente compara lo que está viviendo con lo que vivió. A mi no se me puede olvidar la imagen de Enrique, el padre de Teo, iluminada por el claroscuro procedente de la pantalla del televisor, recostado en un balancín junto a la ventana que daba a la calle, en aquellas noches de los veranos de hace más de veinte años, cada vez que salíamos de su casa y nos advertía que tuviésemos cuidaico por ahí, que era como a él le gustaba decirlo, y cómo tras nuestro asentimiento se nos quedaba mirando y como diciéndose menuda panda son estos, consciente de que acabaríamos haciendo lo que nos diese la gana; o el día en el que un agente de la policía municipal fue a buscarme porque a penas quedaban unas horas para que acabase el plazo de inscripción en el servicio militar obligatorio, lo que era conocido como ir a medirse, por lo que tuve que ir a la oficina del ayuntamiento en la que me estaba esperando Enrique sin dejar de bromear con el asunto diciéndome, mientras no paraba de reírse, que no me preocupara, que todavía tenía tiempo de sobra, o que un poco más y llego el primero, o que si me pensaba que la mili era una cosa que uno hacía en su casa y ya está. Y por eso, por todos estos recuerdos y gracias a ellos, uno puede permitirse ciertos lujos y licencias, ciertos privilegios diciendo que ha tenido la suerte de pertenecer a una generación en la que las flores de nuestra memoria fueron regadas lo suficiente como para saber que entre otras cosas somos la continuación, la extensión de los que se han ido yendo, como Enrique, y que habiéndose despedido han acabado quedándose y diciéndonos que no nos preocupemos, que lo tiene todo perfectamente organizado, porque a todos y a cada uno de nosotros se va a encargar personalmente de hacernos una copia de las llaves del cielo.

4 comentarios:

  1. Una vez mas me has dejado sin palabras. Muchas gracias amigo.
    Teo

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    1. Esto se ha escrito solo, ha salido solo, se han ido cosiendo las palabras unas con otras y yo me he dedicado a pulsar las teclas, a hacerles caso y dejarme llevar obedientemente, como un medium entre la memoria y el presente. Y por encima de todo, y a pesar de todo, ha sido un orgullo.

      Mil abrazos, Amigo.

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  2. Respuestas
    1. Somos memoria, somos un poco de todo lo que hemos ido siendo.

      Salud, Dyhego

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