martes, 5 de septiembre de 2017

Las flechas de la sensibilidad


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Leer es el placer de en primera instancia ver las letras dibujadas sobre una página, la milagrosa grafía que constituye el recipiente del significado, formando palabras, frases, párrafos, capítulos e historias enteras dotadas de la imaginación sobre las que la ficción campa tan a sus anchas como para hacernos pertenecer al presente mediante las bifurcaciones de las comparaciones; y después esas señales que se encargan de orientar el tráfico de la dicción: la puntuación que hace posible el fluir de la expresión acotando en pequeñas parcelas la explanada del argumento. La tela sobre la que se tejen unos versos es comparable a un lienzo en el que con unas cuantas pinceladas el artista ha dejado el sello de sus impresiones, y las del lector, porque el lector se escribe y describe así mismo en la lectura de la poesía, encontrándose, disfrutando del instante de la identificación independientemente de que en la mente del poeta las flechas de su sensibilidad fuesen dirigidas a otros paisajes del alma. Qué importante es leer poesía para aprender a escribir, para alcanzar un mínimo grado de condensación en la alegoría, para crear un código de símbolos y de imágenes, para que las figuras de un relato adquieran cuerpo propio más allá de su primera acepción en el diccionario, abriéndole así paso a la inmensidad de la metáfora; en literatura todo es metáfora, todo cobra el ilusionista protagonismo de la pluralidad semántica. El mundo interior del escritor a veces se confunde con el nuestro en un juego de relaciones que ponen de manifiesto la conexión del ser humano en lo que a sus sensaciones vitales se refiere, y en ese manantial se desenvuelven las aguas del íntimo vínculo existente entre los arroyos del lector que van a parar al cauce principal del río que lo lleva a explicarse las cosas mediante la voz de quien escribe. Sucede con los ensayos que tira uno de lápiz para subrayar los eléctricos chispazos de lucidez que le hacen retirar los ojos del libro clavando la punta de carbón en la sien parándose un momento a pensar en la contundencia de lo leído. Quien lee una novela es testigo de cuanto sucede en ella enriqueciendo sus circunstancias reales con lo que está viviendo en esa otra vida que es la de los personajes, abriéndole los ojos al paseo por La Ciudad, teniendo más posibilidades de avanzar en el inabarcable proyecto que supone conocer al ser humano, explicándose las señales de su entorno más próximo mediante la profundidad de las reflexiones de los habitantes del libro que se tiene en las manos. Nos quedamos cortos si afirmamos que la vida es más vida con la lectura, porque trasciende al presente complementándolo, interrogándolo, cuestionando hasta qué punto lo palpable y tangible rinde honor a la evidencia, escrutando en las costuras del chaleco de la obviedad sacando de ellas los hilos de los que se desprenden las conclusiones con las que poder seguir sorprendiéndonos de todo; y esa riqueza no tiene precio.

2 comentarios:

  1. De acuerdo contigo: un buen libro no tiene precio.
    Me ha gustado mucho la idea que expones de los signos de puntuación como señales de tráfico. Muy bueno.
    Yo creo que nuestras vidas se enriquecen con las vidas de nuestros personajes literarios favoritos.
    Salu2.

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    1. Leer es vivir más vidas dentro de ésta que tenemos, qué duda cabe, qué alegría.

      Salud, Dyhego.

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