lunes, 6 de noviembre de 2017

Ordenar una biblioteca


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Ordenar una biblioteca tiene algo de estudio en sus movimientos, en la cara que se pone al leer el nombre de un autor desconocido hasta el momento, en ese instante en el que pasar un paño por los cuatro puntos cardinales de cada ejemplar es una terapia de origen oriental. Cada libro que transcurre por las manos de quien se dispone a la labor de la clasificación guarda el silencio de los exámenes, y el placer de las caricias sobre los lomos de los textos cuyo magnetismo es una de las fuerzas de atracción comparables a la de la gravedad. Los libros son como seres activos que con su presencia atestiguaran el respeto que le debemos a quienes se han esforzado por dejar negro sobre blanco las huellas de su pensamiento, del pensamiento humano, de la historia, de las reflexiones a cerca del comportamiento de las diferentes sociedades, de la Sociedad, de lo que somos a partir de lo que fuimos, de lo que seremos como sigamos así, de lo que no se sabe y menos mal, de eso en exceso y así todo seguido hasta el final, como diría Umbral. Cada volumen de una colección confraterniza con sus semejantes en la aleación propia de los buenos equipos. Títulos y nombres de escritores y de ciudades, de personas y paisajes, de fechas y paraísos por encontrar en la lectura; editoriales, dedicatorias, notas que el lector interesado dejó como fruto del alimento recibido; espacios cóncavos y convexos, maderas que sostienen el edificio en el que se hospeda la sabiduría, el peso del conocimiento, la receta para quienes aspiren a poetas, a filósofos, a pensadores, a escritores que sepan estar en su sitio. Todo está en los libros. La paciencia con la que se disfruta del ejercicio de ordenar una biblioteca no es paciencia, es otras cosa, es estado de plenitud concedida/concebida, es oportunidad de involucrarse uno en lo que ama.




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