viernes, 3 de noviembre de 2017

Diario de Noviembre XIV



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No hay nada como el papel en blanco, blanco marmóreo u opalino por las irradiaciones a las que es sometido el iris de cada uno de nuestros ojos, por la certeza de la costumbre de ponerse uno a escribir; ese papel en blanco como la frescura del recipiente en el que indagar a base de frases o brochazos, de pinceladas y de golpes, sones, detalles, tildes, hiatos, diptongos, triptongos y términos inventados, ingrávidos y gentiles, sutiles como el recorrido de la punta del bolígrafo sobre el campo desierto del papel, del futurible galimatías de líneas y flechas y notas a pie de página. La armonía que no cesa en el acto de escribir es comparable al tocar del baterísta una larga pieza de jazz con escobillas, paladeando la palabra ahora o nunca, en este instante, irrepetible instante de la historia de uno mismo, el monosílabo del contrabajo, haciendo suyo el sonido de la interpretación, de la traducción de cuanto se piensa en escrito, el latido de la nota que no quiere dejar de sonar y se las apaña para continuar en el engranaje de la íntima dialéctica del vocablo, de ese fiel acompañante en la corrección, en el tímido reflejo de la réplica, en la anestesia contra la muerte que supone escribir. La pulsión de la escritura es así: se mete de noche en el subconsciente de los sueños y amanece con ganas de contar. Se escribe por no llorar, por reír celebrando lo que se tiene cerca apreciando en ello la cualidad de lo auténtico; se escribe por mantenerse uno en forma con el lápiz y el teclado, con la razón de ser de la expresión, con los ejercicios de gimnasio del diccionario; se escribe para decirse uno las cosas a la cara, para reconciliarse con el presente, para encontrar una salida, para ordenar el pensamiento. La atmósfera prevista para mañana y pasado es inigualable para la poesía: lloverá. La lluvia y la lectura van de la mano, se acompañan como el aire y el fuego, se dan vida la una a la otra en ese trueque de sensaciones que genera la humedad exterior. Un hogar en el que pueda uno estar al resguardo de la lluvia, aún sintiéndola, es una bendición. El tiempo pasa.

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