jueves, 12 de abril de 2012

Niños en el restaurante.







El más pequeño atraviesa el umbral de la puerta del restaurante y asiste al encuentro de un fantástico descubrimiento basado en un espacio lleno de cosas que le cautivan, que no conoce y a las que trata de dar un significado. Todo es nuevo para él. El viaje hasta el mundo que hay más allá de la fronteras de su castillo de juguete le regala hoy este emplazamiento tan diferente en el que la gente le ríe la gracia y le dice guapo. Luego, un señor con traje y corbata le da los buenos días, le guiña el ojo, le sonríe, le pregunta su nombre y le acompaña a la mesa junto al resto de su familia donde le ha sido preparado un hueco especial, un sitio ocupado por una silla y un cojín frente a los cuales se aprecian diferencias en lo que al menaje se refiere.

 Se pregunta, el churumbel, el porqué de esa desemejanza ya que todo para él carece de sentido si no se resuelve su porqué; ese inigualable camino de la inocencia hacia la esencia de las cosas a través de las vías de la investigación por el placer de aprender y sentirse más participe del entorno, por querer ser uno más, por desear que se le escuche cada vez que habla, porque su conciencia está tan limpia que aún no le tiene ni le contiene el miedo a la sinceridad. Y para mí, el premio a esa verdad tan cristalina es la coronación como rey del restaurante. Hacer todo lo posible para que se sienta como en casa y al mismo tiempo demostrarle que aquí tiene un buen sitio para poner en práctica todo eso de lo que papá y mamá le hablan cuando se refieren a las maneras y los modales propios de los niños buenos.

La escena es propicia para acudir en busca de un poco de aquello que tuvimos y se nos escapó sin darnos cuenta, aquello en lo que se sustenta el resto de nuestras vidas: la inigualable pureza de la imaginación de la infancia.
He visto como se prohibía la entrada a restaurantes a niños de determinada edad, no hace mucho, por los motivos que se pueden imaginar. Creo que prohibir es un error en estos casos. Opino que hemos de informarnos de la edad de éstos y comunicar cuál sería el espacio indicado para que ellos disfruten, para que se sientan a sus anchas y no perturben la tranquilidad del resto de comensales, cosa que puede pasar y que hay que entender, pero para eso hemos de actuar con la debida prudencia y previsión: para que ellos tengan cabida, todos estemos contentos y conformes, y seamos capaces de no recurrir a la restricción como quien se acoge a la comodidad del camino más corto o a la ley del mínimo esfuerzo.

Particularmente, lo paso pipa con los chavales, y de la misma manera que hay escenas de nuestra niñez que recordamos como parte esencial de lo que explica lo mejor de nuestro presente, a mi me gustaría que los niños que pasan por el restaurante, en alguno de los futuros días de su vida, recordasen esta experiencia como algo que tuvo lugar aquí, en un rincón de la tierra en el que dejaron de ser una pesadilla para los mayores.
De todos nosotros, los adultos, depende la educación hacia un mundo mejor; más cívico y paciente, menos cómodo en cuestiones pedagógicas, más dado a la reflexión y a la capacidad de ponerse en la piel del otro, en casa, en la calle, en el aula y por qué no, también en el restaurante.

2 comentarios:

  1. Querido Clochard,no hay nada más sincero que la carita de inocencia y asombro de un niñ@,dejarnos contagiar por ellos es una muy buena forma de llegar a tocar un poquito de la felicidad que emanan;aunque algunos son pequeños mal educados reflejo de sus despreocupados padres y ciertamente te pueden llegar a "dar" una buena comida...Un abrazo fuerte!!

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  2. Querida Amoristad:

    Ciertamente hay de todo, pero no por ello hemos de renunciar, a pesar de no ser sus padres, a seguir dando ejemplo en el restaurante, cuidándolos y hablándoles como esperan que alguien lo haga. Es un placer atender a los niños porque son muy sinceros y agradecidos.

    Un fuerte abrazo.

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