lunes, 8 de agosto de 2016

Cercanías del recuerdo



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Tomo café en una terraza de la calle San Fernando y me viene de pronto la imagen de la avenida Jaime III de Palma de Mallorca, en aquella época en la que disfruté de uno de los veranos más literarios de mi vida. Me viene de inmediato el recuerdo del Bar Bosch en el que solía pararme a tomar notas y a recaudar detalles sobre el boceto de un relato basado en mi oficio que después se traducía en misivas a Blimunda, en cartas en las que iba dando cuenta del trajín de aquellos lugares, de las cafeterías de cuyos camareros enconados en el esfuerzo que supone despachar a una multitudinaria clientela en el tiempo récord del rato que yo pasaba allí me asombraba su destreza. Hay que ver de qué manera se sellan los recuerdos plegados en un aroma o en una luz, en un sonido o en un gesto, en una sombra o en la aparición de un objeto, en el olor de un cigarrillo o en una palabra dicha en el momento exacto en el que se activan los mecanismos del olfato, del órgano de la memoria que se va encargando de recaudar todo tipo de datos para hacerlos formar parte del paladar mental que va más allá del gusto y el sabor en sus formas más tangibles porque se apodera de los cincos sentidos de la misma manera que si una tela de araña los envolviese en uno solo y suficiente para conectarnos continuamente con el más remoto de nuestros recuerdos, de un cúmulo de sensaciones que nos habitan y que se mantienen agazapadas como un animal en la selva y saltan en cuanto se sienten estimuladas por la correspondencia entre el ayer y el ahora en detalles que nos conducen a otro tiempo, que nos transportan a lo que fuimos para seguir siendo lo que somos, para aspirar a ser lo que somos. Vagabundeaba en cada uno de mis días libres por las calles de la capital de la isla con la misma sensación de libertad que un turista; cada tarde, sin falta, iba a la playa de Illetas y me tumbaba en la arena a leer a José Saramago, allí descubrí el Memorial del convento y La balsa de piedra, Todos los nombres y El evangelio según Jesucristo. Luego volvía al trabajo en  el lujoso Son Vida donde me esperaba un servicio con campana, un buffete plagado de obras de arte, porcelanas y cristalerías de bohemia, un rigor exquisito basado en la disciplina de la vieja escuela con reminiscencias del savoir faire francés en la que se basó mi aprendizaje, y un uniforme de smoking con una de esas camisas que dejan ver al completo la cinta de la pajarita, todo un gentleman de poco más de veinte años aspirante a maître intoxicado por las palabras que no dejaba de recopilar ni en esos momentos en los que la poesía del servicio me llevaba a la fabulación de la vida de los clientes. Hoy no he podido dejar pasar la tentación de tomar alguna nota a cerca de lo que iba viendo en esta terraza de la calle San Fernando, y por momentos me he visto a mi mismo confundido con el fantasma que me habita y que creía estar asistiendo al espectáculo del bar Bosch de la avenida Jaime III de Palma de Mallorca. Qué cerca estamos de todo lo que hemos ido siendo.

2 comentarios:

  1. El lado malo de la nostalgia lo canta muy bien Joaquín Sabina: "al lugar... donde has sido... feliz... no debieras... tratar de volveeeeeer".

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    1. Bueno, yo creo, y citando también a Sabina, que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió.

      Salud, Dyhego.

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