martes, 9 de agosto de 2016

Mestizaje

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Va uno dando una vuelta por el centro de la ciudad y se confunde tanto con los turistas que acaba adaptando esa capacidad de asombro que solo tienen quienes van un lugar por primera vez; se confunde uno también con los estudiantes debido a las permanentes ganas de disponer de unos días libres para camuflarse bajo el aspecto de uno de ellos; se confunde uno con las almas perdidas que no quieren encontrar la salida del dédalo de calles del casco antiguo mientras que sus cámaras fotográficas tengan batería, embobándose en cada esquina, debajo de cada balcón, a través del horizonte de una reja, sobre el grabado de un azulejo, en los policromados mosaicos de los patios y las cancelas que son ya la premonición de la bienvenida a algunos hogares del sur. Pone uno el oído e imagina lo que se estarán diciendo ese par de jóvenes con los que acaba de cruzarse porque se hablan en un idioma de cuya singular fonética no tenía constancia hasta el momento, y ante la imposibilidad de descifrar el mensaje recurre uno a la imaginación, a la suposición basada en los ritos más consuetudinarios. El oído es un órgano que nos aproxima a la esencia de las cosas tanto como el olfato, y tiene tanto que ver con la imaginación que muchas veces es a partir del instante en el que se oye algo cuando vuelan las fabulaciones, nadan en el mar de las conjeturas los pormenores de una pasión inventada, de la novelería y el cuento que la voz interior se va encargando de tejer sin más miramientos ni intenciones que la de sobrevivir a la realidad real y reinante del suelo y el asfalto. Se confunden las personas por sus ropas y por el color de su piel, por el mestizaje y la gran variedad de posibles combinaciones, de las innumerables posibilidades que abarca la progresión geométrica del roce de unos pueblos con otros, ese recorrido histórico sobre un mapa que es el de la tierra pero que al mismo tiempo va conformando un atlas de la geografía humana a lo largo de los tiempos, y cuando menos te lo esperas aquel que tiene aspecto de bengalí o de ciudadano de Pakistán, o de Croacia o de Letonia, resulta ser un vecino de Utrera que campa a sus anchas por lugares que le pertenecen tanto a él como al resto de los habitantes del planeta; puedes compadecerte de la pinta de ese gitano en chanclas con ademanes de estar harto de ir de un lado para otro y en realidad resulta ser un ejecutivo húngaro o rumano que ha decidido darse un respiro y sentir la confortabilidad de la ligereza de equipaje quitándose unas semanas de en medio del sopor y el álgebra de la vida moderna almidonada con estrés y carburantes, con decibelios de frenazos y antenas parabólicas y pantallas y cables que dentro de poco serán sustituidos por las ondas de nuestros cerebros como en una de aquellas películas de ficción con las que cuando yo era niño quedaba embelesado. Nunca las apariencias encontraron tan poco sentido como cuando se dispone uno a pasear por el barrio de Santa Cruz con la presunción de que no sabe nada. Pieles, cabellos, labios, acentos, gritos, susurros, preguntas, pasos, raudos vistazos, dedos que pulsan el botón cazando una instantánea, calzones, marcas, camisetas, zapatos, de todo en todo los cuerpos, de todo en todo el mundo y todos juntos como en una pequeña y turística república independiente que cabe en el corazón de unas cuantas calles. Cuánta riqueza y que maravilla de collage sin más regla fija que la de la pacífica convivencia.

2 comentarios:

  1. Buen juego ése, hacerse pasar por turista. ¡La de cosas nuevas que veríamos! ¡La de sorpresas que nos llevaríamos! Es bueno mirarse con perspectiva.

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