domingo, 21 de agosto de 2016

Panorama


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Es habitual que no se hable lo suficiente de las cosas importantes, de lo que nos ronda la cabeza y el corazón y al mismo tiempo resulta esencial, de lo que sabemos que necesitamos para estar tranquilos, para resolver el problema que tengamos entre manos, con la sinceridad y transparencia suficientes para acercarnos un poco más a nuestros errores con la humildad que nos permita al menos darnos cuenta de la fortuna de habernos equivocado, llamando al pan pan y al vino vino, dándole a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, sin más rodeos que los que surjan del silencio por querer mostrarnos más lúcidos tratando de hacernos entender mejor, asintiendo, escuchando, aprendiendo, realizando profundas curas de humildad. Somos demasiado orgullosos y paradójicamente cada día más introvertidos en este mundo de aparente contacto en el que uno puede hacerse decenas de amigos virtuales en unos cuantos minutos, enganchados a una pantalla, buscando Pokemons, inventando realidades sin conocernos a nosotros mismos ni al ser con el que podamos llegar a compartir más tiempo. Parece como si nos diese miedo resolver dudas preguntando a quienes consideramos los más indicados auspiciados por un complejo de inferioridad que nos adormece en la modorra del segundo decenio del siglo XXI, en esta amnesia fundida con entretenimientos que están corvintiendo el mundo en un campo de concentración. Una cierta desconfianza se apodera de nosotros cuando sentimos que no existe nadie lo suficientemente fuerte como para guardar un secreto; de ahí esas miradas, esos giros, esos silencios, esa distancia gris maquillada de púrpura y remarcada con tinta china de cínicos proyectos. De ese secreto, que es lo importante, nadie habla; de lo vanal, que es lo superfluo, hacemos nuestro alimento dialéctico. El cotilleo es el guión que se escribe sólo, así mismo, es el punto a partir del cual cuantas más sospechas mejor, cuanta más leña al fuego mejor, cuanto peor se ponga el asunto mejor para nosotros porque mal de muchos consuelo de tontos y así todo seguido hasta el final. Cotilleos de descansillo de escalera, de esquina de calle a media tarde, de cigarrillo en la puerta de la oficina, melodramas modernos sin otra sustancia que la del contagio y el libre albedrío de las opiniones gratuitas y los comentarios que no vienen a cuento, del morbo y el dramático escalofrío de la ignorancia mezclada con hipocresía. En una sociedad tan saturada de estímulos se pierde el norte de la calma y la pureza de la razón, se quedan en el camino de los planteamientos muchos matices que nada tienen que ver con la corrección y el progreso y que desembocan en  la velocidad y los continuos tropezones sin enmienda, porque ni para enmiendas hay ya tiempo una vez que la huida hacia delante se ha convertido en un gesto tan instintivo como cepillarse los dientes antes de ir a dormir. Echa uno de menos sitios en los que se reunan los poetas, en los que queden los pintores, en los que los novelistas y los periodistas y los ratones de biblioteca se vean para intercambiar opiniones, contarse historias, ideas, figuraciones, argumentos, lecturas, vivencias, y no a causa de algún brote de misantropía a destiempo sino más bien porque el panorama es de un aburrimiento bárbaro con auspicios de infelicidad rayano en lo peor de la mediocridad. Qué aburrimiento.

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