martes, 10 de julio de 2012

La mirada de los niños.






Esas miradas inocentes y cargadas de una limpia inteligencia que observa cualquier detalle con el asombro propio de los buenos viajeros, a diferencia de la indiferente y creída venida de vuelta de todo con la que pasean los turistas, me alegran el alma y me hacen crecer y creer que mañana nada será igual. Esas miradas que no se cansan de abrir los ojos, de ver pasar la vida y detenerse en sus esquinas a escuchar o encontrar un verso con el que alimentarse, de sacarle punta al lápiz de la realidad sin dar nada por supuesto ni por sabido, sabiendo que no saben nada, son las miradas de los niños, es la mirada que poco a poco fuimos perdiendo y afortunado aquel que conserve sana y salva parte de aquella lupa a través de la cual el mundo era un cuadro en el que siempre se encontraban motivos para la investigación y la sorpresa y aun no ha dejado de serlo del todo. Esa mirada es la que no quiero olvidar manteniendo lo más incorrupta que me sea posible la parte de Oscar Matzerath que me corresponde, la que llevo dentro y a cuestas sin complejo de cínico que sale de uno de los vomitorios del Coliseo romano, y que haga del refugio de mi infancia la infranqueable trinchera desde la que no me hieran las balas del egoísmo, de los ombligos del mundo, de los epicentros del terror, de los sacos rotos por la avaricia, de la insidiosa metralla del fermentado impudor empresarial de nuestros días.

La transparencia con la que hablan las pupilas de los pequeños es incomparable, no tiene parangón. En ese mundo cristalino y virgen de malas cosechas se parte de la base de una arrolladora sencillez que pone en práctica lo mejor que tenemos y que hemos de tratar de aprender a esculpir con delicadeza. Aquellos que hacen de su infancia una obra de arte encuentran una recompensa que trasciende a la existencia; una paz interior que les acompaña el resto de sus días aunque, bien es cierto, también unos gramos de sufrimiento e incomprensión por no comprender y por no ser entendidos, momentos estos últimos en los que hay que echar mano del tambor de hojalata y tamborilear la marcha de la soledad bien acompañada. En la niñez se encuentra el tesoro que andaremos buscando durante toda la vida; ahí está todo como una piedra preciosa escondida en una montaña, como la imagen que Rafael veía en el interior de una roca, como una perla en un océano de cuyo fondo nos iremos olvidando a medida que no entendemos a cambio de qué tanto y tanto nadar en toda esa inmensidad. Yo, de mayor, quiero ser Oscar Matzerath.


6 comentarios:

  1. Y yo te regalaré un tambor de hojalata.

    (¿Te acuerdas de nuestras conversaciones cuando ibamos al colegio? ¿Te acuerdas de la Antonia gritando a todo pulmón:"A-n-t-o-n-i-o que ya se van los vecinos...?¿Y de lo que nos deciamos justo antes de ir a dormir?)

    Me quedo con el último párrafo.

    Besos, besos.

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    1. Lo recibiré con mucho gusto. Precisamente ahora me hace mucha falta, lo toco todos los días. Y lo de las conversaciones hacia el colegio, y el duro de golosinas, y el despertarnos media hora antes para repasar eran hábitos muy dulces.

      Mil besos.

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  2. La infancia es la patria del hombre, alguien lo dijo.
    Amen

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  3. Querido Clochard:
    Dicen los expertos que la infancia es la etapa que más marca en la vida de una persona,si fuese así mucha gente estaríamos jodidos pero,yo creo que la vida es ir consumiendo etapas y quedarte con lo mejor para continuar y con lo peor para aprender...¿no te parece?
    Un abrazo muy fuerte!!

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  4. me parece buena apreciación, al menos muy optimista y constructiva. Hay que ser muy fuerte, está claro.

    Mil besos

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