Paseo por las calles del barrio pesquero de Conil de la frontera, a esa hora en la que los marineros llegan a casa con la esperanza puesta en un rato de descanso y el inconfundible y reconfortante aroma del guiso familiar. Huelo, a medida que subo por las escaleras que me llevan de una esquina a otra de esta zona, los diferentes pucheros recién retirados del fuego cuyo divino olor atraviesa los visillos a rayas de las ventanas entreabiertas y se instala en mi nariz con la parsimonia de un verso que acaba de ser escrito en el olfato. Presiento que junto a estas maravillas de la alquimia doméstica se encuentran las manos del ama de casa que aprendió de su abuela y de su madre los secretos del dente de las proteínas de los pobres, el alfabeto de la limpieza en esa diaria batalla contra el polvo y la ordinaria compra, de puesto en puesto, en el mercado de abastos rindieńdole honor al origen de la palabra economía. El arte de hacer hervir, de cortar y pelar y aprovechar al máximo los recursos de los que se dispone; las materias primas de una despensa bien organizada, el frescor de una nevera auxiliando la calina, todo ello se percibe desde las afueras de los hogares en los que uno se imagina a esas familias almorzando y seguramente llevando a cabo la curiosa costumbre española de ver las atrocidades del telediario al mismo tiempo que se encuentran frente al bendito manjar de las primeras horas de la tarde.No hay nada mejor para sentirse feliz por un momento como apreciar el vapor que emana de un plato de garbanzos o comprobar la esencia de la huerta en un vaso de gazpacho, todo ello acompañado de un trago de vino tinto con gaseosa, al más puro estilo de la clase obrera, manteniendo la fuente del apetito abierta a la posibilidad de una probable repetición o al remate con un par de tajadas de sandía con las que dejar el cuerpo y el alma saciados para que se dediquen al regocijante arte de la siesta. El milagro del pan y los peces, la posibilidad de tener algo que echarnos a la boca evoca en mí un sentimiento de alegría que se puede comparar con otras pocas cosas como con la de tener la certeza de que dentro de un rato tendré delante una página que poder leer. Saborear cada una de las cucharadas o los sorbos que nos mantienen en pie, no consentirnos engullir, darle su importancia a lo que tenemos delante como si se tratase de una ocasión única, tiene algo de ritual que nos puede acercar a detener el tiempo y ser más conscientes del aire que respiramos; ese aire que ahora me viene de cara procedente de un estrecho callejón del barrio pesquero de Conil, en el que todas sus calles tienen nombres de pescados o de flores, y en el que recuerdo muchas de las ocasiones en las que, sentado en una mesa familiar, mi voz interior no dejaba de dictarme palabras de agradecimiento por haber incluido en nuestra existencia este maravilloso momento; este rito que va corriendo el riesgo de caer en las garras del suplicio de las prisas y cuyo peligro de extinción habla por sí mismo de nosotros y de la irreparable pérdida que supondría para toda la especie olvidarse de una ordinaria dedicación que, por desgracia, cada vez va formando parte de menos de los que nos encontramos sobre la tierra. No hay nada como sentirse un auténtico sibarita delante de un guiso de carne con patatas.
domingo, 8 de julio de 2012
La hora del almuerzo.
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Querido Clochard:
ResponderEliminarNo hay nada que te llene más las pilas que comer comida casera hecha con amor, en buena compañía,una buena sobremesa y un buen chupito u dos.¡Gracias mamas!...Un abrazo familiar!!
Es un lujo, un auténtico lujo el hecho de sentarse a la mesa con la familia.
EliminarMil besos.