martes, 31 de julio de 2012

Memoria musical.







De la misma manera que existen recuerdos muy lejanos existen vivencias de las que tenemos constancia porque nos las cuentan y de las que apenas tenemos un ápice de reminiscencia después de que nos hayan dado detalles de tales experiencias, que quedan demasiado atrás, y de las cuales nos gustaría acordarnos con más firmeza para volver a disfrutar el aroma de un tiempo pasado en el que con las pequeñas semillas de la imaginación y el campo abierto del cultivo de la infancia se estaban sentando las bases de lo que después perduraría el resto de la existencia hasta nuestros días. Yo no recuerdo cual fue la primera canción que escuché en mi vida, pero de lo que si guardo una buena memoria es de la colección de discos de vinilo, formada por los álbumes de las preferencias de mis hermanos, que había en mi casa cuando era un niño. En el estante inferior de un mueble de madera con una puerta de cristal, en el interior del cual había un aparato, de cuatro pequeños módulos coronados por el plato y la aguja para los discos, con el inconfundible color gris que marcó una época del comercio de los reproductores musicales, se encontraba una selección de lo que con más frecuencia se escuchaba durante el poco tiempo libre disponible de aquel hogar y que podía variar en función de las nuevas incorporaciones o del gusto por atender reiterativamente algún tema o autor determinados. Por entonces, en esa colección casera, era frecuente encontrar todo lo que tuviera que ver con The Beatles; pegadizas canciones que a mí me sabían a fáciles estribillos de memorizar sin a penas entender lo que querían decir pero que más tarde, cuando comencé a estudiar inglés, me facilitaron mucho el aprendizaje de esta lengua. Lo que más me sorprendía era que se trataba de una banda que ya no actuaba pero que se encontraba a la orden del día de todos los jóvenes melómanos de la generación que había abierto la transición. En aquellos años la fuente del romanticismo pop en España estaba marcada por Los Pecos, de los que no había ni rastro en el doméstico arsenal de mi familia. Ese primer contacto con John Lennon, Paul McCartney, Ringo Star y George Harrison comenzó a marcar mi tendencia por las melodías que venían de otros paises, todo ello ayudado por la aparición, dentro de aquel puñado de grabaciones, de autores como Pink Floyd, Alan Parson, Mike Oldfield o The Human League con las que mi oído iba encontrando caminos en los que esculpir de alguna manera un gusto por la música. Frecuentemente, al acordarme de aquello cada vez que hablo de música, me siento afortunado de haberme educado con estos ritmos y compases a través de los que después he podido entender lo sucesivo.

La dedicación a lo hispano estaba marcada por algo más duro, por los representantes de la guitarrera y rockera protesta de pelo largo y tatuajes que se podía permitir después de muchos años ir en grupos de más de dos por la calle a la hora que fuera. Obus, Barón Rojo, Leño con Rosendo Mercado a la cabeza, y por otro lado y de una forma más sutil a la hora de tratar los decibelios se encontraban Medina Azahara, Alameda y Triana como insignias de una tendencia surgida en Andalucia para introducir teclados, bajos, guitarras y originales arreglos en canciones que vislumbraban un inconfundible deje sureño sin escatimar ni en la velocidad ni en la cadencia de la armonía del rock. De manera menos frecuente, pero igualmente haciendo acto de presencia, aparecía Santiago Auserón en aquellas primeras canciones con las que Radio Futura, que siempre me ha gustado mucho más en directo, era el claro exponente de lo que salía de las aulas de la universidad y transmitía un algo más filosófico mensaje. Todo era fruto del gusto de mis hermanos. Mi padre solía escuchar muchos cassettes de canción española, María Dolores Pradera, Manolo Escobar, Carlos Cano, María Jimenez, y flamenco del tipo de Juanito valderrama o mezclas que se acercaban más a la rumba propias de El Fary. Curiosamente, algo que todavía me pregunto y cuya respuesta encuentro en aquello de que la música amansa, aquel hombre cuya único proceder para redimirse era una incongruente obsesión por trabajar cuanto más mejor, con brutal incoherencia, sin dar explicación alguna, tenía una fervorosa tendencia por Luís Cobos, por la sensibilidad de esas dos batutas con las que el aire se llenaba de violines y los vientos de los clarinetes aterciopelaban el pensamiento.

Luego de pasados unos años todo lo anteriormente escuchado maduró en realizar grabaciones, en aparatos de doble pletina, sobre cassettes originales que una vez que habían sido escuchados hasta la saciedad se podían utilizar como soporte, previa extracción de una pequeña pestaña de plástico de la parte superior de los mismos, para grabar sobre éstos lo que a uno le apeteciera y tuviese a mano. Era el tiempo en el que no podía dormirme sin haber escuchado un par de cintas entre el confort del calor de las mantas acompañado de un walkman y unos cascos cuya esponja era la última moda. Precisamente en una a punto de ser jubilada por uno de mis hermanos cinta de The Beatles descubrí que en lo que en ella aparecía era Hotel, dulce hotel de Joaquín Sabina; un maricón comunista, según había oído decir a una serie de descabellados fulanos con aspecto de ingenuos fachas y babosos de mi pueblo, al que una noche de hace ahora venticinco años decidí prestar atención y desde la cual no he cesado de hacerlo. Decía Nietsche que los mejores pensamientos son los pensamientos caminados, sin duda, pero aun mejor si a esas reflexiones se les pone melodía de fondo. También es frecuente escuchar entre los entendidos que uno de los resultados de todas las crisis es la aparición de nuevas tendencias en las diferentes maneras de desarrollar el arte, de modo que puede que una de las cosas que nos depare la situación actual sea el advenimiento de otras formas derivadas del universal idioma del pentagrama. He recordado todo esto porque hace un par de noches asistí, acompañado de un par de jóvenes más jóvenes que yo, al directo de una banda que toca versiones de casi todos los grupos de los que he ido dando cuenta en los párrafos anteriores y me encontré con la sorpresa de que casi no conocían a ninguno de ellos; y nada más lejos de pensar que me estaba haciendo viejo me dio por acordarme de aquellas tardes de la infancia en las que descubrí que resultaría imposible concebir una vida sin música y mucho menos sin la maestría que fueron capaces de demostrar con a penas tres o cuatro notas gente como The Beatles.

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