domingo, 22 de julio de 2012

Los que saben escuchar.





No son demasiado frecuentes las escenas que nos brinda la realidad en las que se pueda ver a un grupo, más o menos numeroso, de personas contagiadas por el encanto de una estrofa, en un momento divino y quieto que uno quisiera que durase mucho, que no terminara porque en él se encuentra la magia del contacto, del estar todos de acuerdo, de utilizar la armonía para sacudirnos las pulgas del día coreando unos versos sobre el diapasón de una orquesta, de un trio en este caso, formado por dos guitarristas, uno de los cuales es la voz principal y el otro un auténtico maestro del compás y del aquí estamos para lo que nos echen, y por un percursionista que se limita a hacer sonar una caja de forma que puedan ser escuchados todos los sonidos que sea capaz de emitir una batería. No son demasiado frecuentes pero existen, como lo demuestra la capacidad de transmisión de estos creadores de sentimientos a base de blues, que descubrí hace un par de noches, cuyo nombre desconozco, que se encargan de hacer la vida vivible, destejiendo la telaraña de la desidia en las semioscuridades de la madrugada, apareciendo ante nuestros ojos como la oportunidad que no puede ser perdida ni sacrificada a costa de volver a invertir el tiempo dándole más vueltas a la monótona historia de la crisis de la cual nosotros somos carne de cañón y reguero de hormigas. Existen ocasiones en los que el cuerpo y el alma necesitan desligarse, salir del entorno más cercano, ese en el que el caldo de cultivo es la queja y la agonía, el sarcasmo y la congoja por todo lo que nos molesta, que entre lo útil y lo inútil acaba por abarcar buena parte de nuestro espacio y por condensar en exceso el aire que respiramos; y para ello nada mejor que la música. Ya no es que amanse a las fieras, es que recoge, abraza, dialoga, acelera el pensamiento positivo, activa el cerebro, invita a la esperanza.

Siempre he admirado a esos artistas de la calle que se ganan la vida tocando sobre el asfalto, en la esquina de la catedral o en el soportal, en la plaza o en los bancos del parque. Hay en ellos un barniz de universidad, una maestría de quienes saben cómo parar el tiempo y sostenerlo en un instante de cálido hielo. En verano es frecuente ver, en los pueblos costeros, a pequeñas formaciones actuando cada noche en bares o en ese tipo de lugares que parecen tener un especial poder de congregación, por los que pasa el turista viéndose obsequiado por la escultura del decibelio comedido y pautado. El músico ve pasar la vida delante suya y le pone banda sonora. Siempre pensamos que somos nosotros los que lo miran y observan, los que se detienen a ver como se desenvuelve y nos deleita, pero es el músico el que nos ve a nosotros como piezas de lo que existe más allá de la frontera en la que él se encuentra, en esa burbuja de blancas, negras, fusas, semifusas, corcheas y semicorcheas que son su idioma, su internacional lengua con la que podrá entenderse con cualquiera de sus semejantes allá donde vaya, porque la música arropa e induce a vivir y a entenderse. y así el músico le va poniendo sonido a lo que contempla, de ahí el énfasis con el que, dependiendo de su estado de ánimo, afronta sus interpretaciones, porque somos nosotros, los espectadores de este lado, en función del espectáculo que le estemos ofreciendo, los que hacemos que brote con más o menos fuerza el agua de ese manantial de sabiduría.

Algo parecido sucede con el trio anteriormente apuntado, solo que ellos saben muy bien como desligarse de los atisbos de monotonía y se encargan de inmediato de ponerse manos a la obra de la ebullición de las buenas ondas. Con ejemplos de este tipo es palpable que la belleza se encuentra en cualquier rincón, en la vida misma que más allá de los gestos se instaura en los sonidos para ofrecernos una medida contra el hambre del espíritu y convencernos de que con una sola nota, bien acompasada, son capaces de unirse muchos corazones en un solo canto, que trascendiendo cualquier tipo de reivindicación, se acoplan a la sustancia de la arquitectura de lo esencialmente bueno: la silenciosa convivencia de los que saben escuchar.

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