sábado, 14 de julio de 2012

El precio de la libertad.






Buscaba algo que llevarse a la boca, cualquier cosa que pudiera aprovechar para levantar el ánimo y ahullentar el infernal aliento de la inanición que marcaba fuerte el paso sobre la nuca. Revolvía todo aquello que encontraba con el único afán del  posible descubrimiento de cuanto se encuentra en la frontera de la descomposición o en compañía de lo descompuesto. Una bolsa de plástico y otra más dentro de las que tal vez alguien, con un poco de indiferente mimo, hubiera tenido el detalle de no desmejorar demasiado la presentación de un apetitoso trozo de carne al que acudirían en breve los gusanos. A tientas y desde el exterior, asomado, examinaba lo que percibía su tacto, casi a ciegas, adivinando en una especie de Braille todo lo que tocaba para descartar o dar por bueno el hallazgo de las suposiciones de su tiento. Luego, llegado el momento en el que la superficie ya no daba para más, había que intentarlo en el interior, en las profundidades, donde a pesar de no ser tan recientes se encontraban ejemplares con los que salir del paso. Menos da una piedra se decía siempre que, aunque no se tratara de una gran adquisición, se encontraba cualquier viscosidad parecida a lo deseado, cualquier pedazo de pan empapado en la sangrienta crueldad del despilfarro y el arrollador sentido de la desmesura por la justicia/injusticia. Los versos afloraban en su mente con la naturalidad con la que su memoria, siempre atenta, ejercía de anfitriona de los archivos del recuerdo. El hedor era una coma, las cucarachas alguna cita, el camión de la basura el tío del saco con el que había que tener cuidado.

 A esas horas normalmente nadie podía verle, tal vez algún transeúnte despistado o algún trasnochador solitario que vagara por las calles con la esperanza de encontrar un bar abierto en el sitio menos pensado y, mientras en el fondo de ese mar de objetos perdidos unos ojos a oscuras tentaban a la suerte con el olfato, orinaba y escupía la saliva recalentada por el aliento embadurnado de tabaco sin imaginar que muy cerca de él se encontraba un explorador de los abismos de la pobreza, un cerebro despierto que años más tarde no podría borrar de su pensamiento estos paseos por las cavernas de la indigencia más precaria mientras sus dedos rozaban un papel en el que aparecía su nombre. Tal vez aquel miembro del jurado hubiera paseado por sus malolientes cercanías en alguna ocasión; tal vez nunca habría lugar para poner las cosas en su sitio, para equiparar el sufrimiento con un galardón, para hacer como que no había pasado nada más que un cúmulo de versos sacados de las raíces del abatimiento. Tal vez nadie podía imaginar lo difícil que le estaba resultando caminar a lo largo de aquella alfombra roja sin desprenderse del resquemor de la pesadilla, de lo caro que es el precio de la libertad para que ahora vengan unos cuantos dando palmaditas en el hombro e insípidos apretones de manos; tal vez lo mejor sería continuar escribiendo.

2 comentarios:

  1. Querido Clochard:
    No te quepa duda,lo mejor es seguir escribiendo para despertar las conciencias y,por lo bien que lo haces...Un abrazo fuerte!!

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  2. Existen grandes eruditos y figuras de cualquiera de las disciplinas que por una u otra causa se encuentran, por ejemplo, tirados en una boca de metro. Aquí he tratado de acercarme a esa paradójica, o no tanto, situación que ofrece la realidad. Me alegro de que te haya gustado.

    Mil besos.

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