jueves, 26 de julio de 2012

El color de los días.







El domingo, los domingos se presentaban con un inusitado aire de libertad y dulzura, sobre todo en sus tardes. Se encontraban entre el azul y el blanco pero yo prefería otorgarles la claridad de este último. Había algo en ellos que me llamaba mucho la atención, y que aun ahora, después de muchos años, lo sigue haciendo, y es que notaba cierta tristeza anticipada en la mayoría de la gente por el mero hecho de que a la vuelta de la esquina se encontraba el lunes, el ritmo laboral, el acecho de la cara del jefe, la obligación impuesta, la dedicación no elegida y muchas otras cosas que imaginaba ser las causantes, y que por fortuna todavía no sufría, de ese leve malestar que impedía disfrutar al cien por cien de la blancura que yo le proporcionaba a los domingos y que parecía pertenecer solo a mi mundo, a la magia del mundo que hay detrás de cada niño. Para mí, aquellas tardes, eran como la premonición de un lienzo sin estrenar en el que al día siguiente se inauguraba una nueva semana, al que me gustaba darle también un matiz de claridad pero algo más ambarina; un amarillo claro con el que siempre identifiqué los lunes de mi infancia; un amarillo como el de la madera de los lápices, algo muy leve pero iniciático del suspense de lo que estaba por venir durante las próximas jornadas. Lo lunes siempre me acercaban a la reflexión sobre la abundancia de la infinidad del tiempo, en el que tantas y tan divertidas cosas hacía, que abarcaba la extensión de una vida entera.

Después de haber gastado muchas energías necesitaba un descanso cromático, el de los martes. Necesitaba meterme en un otoño de sueño en el que poder imaginarme una vela y una cabaña, un valle con niebla y una hoguera, un paradero lejano y sano en el que predominase el calor de una chimenea y la templanza de la dedicación sobre un dibujo o un ejercicio de lengua; para ello dotaba a mis martes de un marrón otoñal inspirado en las hojas de los árboles de una de las avenidas de mi pueblo; y todo se convertía, a pesar del torbellino de la realidad, en un remanso de nobleza y transparencia bajo el refugio de aquel color en el que mi fabulación se amparaba para retomarle el pulso a la paleta y convertir aquella misma madrugada en lo que caracterizaría al día siguiente: un fuerte destello de rojo nacido de la poesía acumulada por la nostalgia que había sido cultivada en el remanso del marrón de los martes; y nacían los miércoles encarnados y bermejos, fogueantes en mitad del siete, púrpuras y bermellones, cálidos y felices, miércoles dedicados y fieles a la libertad de la que yo creía ser dueño; miércoles carmesíes y escarlatas que aunaban la temperatura de sus semejantes y equilibraban el transcurrir del tiempo, por eso pensaba yo que se encontraban en medio.

Los prolegomenos del fin de semana y la celebración de la victoria de la existencia, más si cabe, tenían lugar cada jueves; sabían a paseo en bicicleta y a partido de fútbol, al juego de el escondite y de la gallina ciega, al de la lima, el arroz cocido y el de los cromos, a coloreados trompos y satinadas canicas, a ejercicios de cinco a seis de la tarde; todo, todo bañado, enfrascado, regado y empapado de naranja, como una bola uniformemente naranja, brillantemente naranja sin cesar; era el repetido homenaje a la suerte, la ventura y la prosperidad, al agradecimiento de pertenecer a ese planeta llamado infancia de cuyo tesoro me sentía consciente poseedor y no quería abandonar ni sospechar que nadie me pudiera robar. Aquel naranja surtía eficaz efecto en mi memoria, pues se trataba también de la preparación para los semanales exámenes de los viernes, y hacía afrontar las pruebas con el respaldo de la paleta de colores que me había estado acompañando durante los últimos días. Así venían los viernes, azules como la mañana clara y limpia de nubes, como el cielo del amanecer de quien lo tiene todo por delante, como el más puro espíritu de la belleza y fortaleza del cobalto, como el añil de las almas puras, como el índigo y el garzo, con mi inseparable manía de ir vestido completamente de azul aunque la ropa se encontrase húmeda, con mis libros debajo del brazo y con mis cuadernos azules para las redacciones.

La niñez no le da tregua a ninguno de sus días y siempre anda entretenida, viendo la manera de escapar del aburrimiento en el que parece que se encuentra convertido el universo de los mayores; y desde ese prisma había que colorear el sábado, ya que era la jornada en la que más posibilidades se tenia de contagiarse de las matemáticas de una serie de obligaciones que nada tenían que ver con la fantasía. De modo que las fuerzas se concentraban en el verde, en la esperanza, en la fragancia del brillo de la esmeralda, en el distraido roer un hueso de aceituna, en la frescura de un bosque, en la humedad de las hojas de una planta, en el rocío verde de la clorofila del despertarse un poco más tarde y alargar aquella sensación hacia la tarde y la noche y el sueño de la blancura del domingo engalanado y vestido de niño bueno; el domingo de los zapatos del domingo y el reloj de pulsera, el domingo de los cinco duros de golosinas y aquellas tardes claras con las que uno empezaba a tener constancia del aspecto cíclico de la vida. Nunca olvidaré el color de aquellos días.

2 comentarios:

  1. Tú me haces viajar...tienes el don de la palabra, de hacer trabajar a la memoria, de soñar, cerrar los ojos y volver atrás.
    No sabes hasta que punto me alegro de haberte encontrado.
    Un besazo

    pd: ¿me permites un taco? (jod****, ¡cómo escribes!)

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    1. Es un placer arrimarle el hombro a las letras, y por suerte siempre hay quien, como es el caso de tu sensibilidad, contribuye y colabora a que continúen fluyendo. Muchas gracias.

      Un beso.

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