No sé a dónde irán a parar, dentro de nuestro cerebro, tantas cosas que hacemos casi sin premeditación, como si fuésemos robots programados para una misión, o todo aquello que pensamos que puede ser lo mejor en función de las preestablecidas circunstancias, de cuya creación tanto y finalmente tan poco participamos, que marcan la linde del contrato moral/inmoral en el que nos hemos criado, o esas acciones que planeamos para luego realizarlas o no y terminar por no reparar en ellas, cayendo en un sepulcral olvido del que raramente despertarán al cabo de los años, o puede que tal vez si, nunca se sabe las buenas o malas pasadas que nos puede jugar la mente, y la memoria. En ocasiones son tantos los movimientos entre los que nos desenvolvemos que es posible que la desorientación, debido a las prisas o al despiste o a tener demasiados frentes abiertos y su consecuente embrollo cercano a la locura tras la que aparece el dramatismo que busca un poco de condescendencia y amparo para sentirse refugiada escusando de alguna manera el estoicismo de semejante derroche de energías, entre a formar parte de la escena desvirtuando el proyecto. Nadie es perfecto y quien mucho abarca poco aprieta. Visteme despacio que tengo prisa. Una agenda, papeles en los que vamos depositando ideas y propósitos que creemos interesantes y que nos ayudan a soñar, a sentirnos vivos cuando menos, a pesar de que muchas veces no seamos conscientes de lo mucho que se hace no haciendo nada, de los beneficios que le reportan al alma y al espíritu el descanso y la reflexión, el paseo y la siesta, la contemplación y la dulzura de la tranquilidad como hábito en el que encontrar un poco del sosiego para, como decía Manolo el Pijoaparte, personaje de últimas tardes con Teresa de Juan Marsé, dejar que la cabeza trabaje sola.
Cada día nos encomendamos a muchas ordinarias tareas para mantener limpia nuestra casa y bajo unos imprescindibles mínimos de sustancia la nevera. Los contactos también forman parte de nuestro rutinario oleaje con el que demostrarle al mundo que estamos aquí. Teléfono móvil, e.mail, ipad, wasap y demás elementos de mensajería que mal utilizados son encerronas contra el contacto con la luz del día. Casi que no podemos consentir, porque nos sentiríamos tremendamente desdichados, que no se cuente con nosotros por banal que resulte el asunto a tratar. La cuestión es figurar. El afán de protagonismo va sellado con nuestro código de barras, en mayor o menor medida, y la necesidad de relación nos protege del fuego de la soledad, a la que tan difícil nos resulta acompañar, y la incomprensión. Suele pasar que no logremos conocernos por dedicarle mucho tiempo a esto de andar a buenas con todo por feo que parezca el asunto para que nadie se vaya a pensar que tal oye tú, dejando de lado lo que realmente nos dicta el corazón y ensimismándonos con el sabor a serrín de las menudencias cotidianas que por triste que pueda parecer acaban siendo el alimento de las neuronas del vecindario. Prisas, portazos, ascensores, avenidas, pasillos, semáforos, relojes, cronómetros, citas, horarios, protocolos, todo un cúmulo de indirectas leyes tras las que camina un absurdo ímpetu por encontrar en ellas la vida, o lo que entendemos por vida.
Pero por mucha repercusión que puedan tener todos nuestros actos, útiles o no, algo de esa consideración y empeño está bien que se deje, que se empleé, no digo ya que en una impetuosa nostalgia sin la que no poder tirar adelante, pero sí un poco en el recuerdo y la atención que se merecen otros episodios de lo más común como son la muerte de un ser cercano; y por extensión la dedicación propia hacia los pormenores del asunto llegando hasta el final de lo estrictamente ceremonioso que abarcaría hasta el momento de recoger las cenizas del difunto y depositarlas allá donde su última voluntad nos hubiera sugerido o en el lugar en el que se piense que más le hubiera gustado hacerlo. Hoy he escuchado una, para mi sorprendente, noticia: en la mayoría de los tanatorios hay varias, en algunos de ellos muchas, urnas funerarias a la espera de ser retiradas por los familiares o amigos del fallecido, y entre ellas algunas que se encuentran en semejante estado de paciencia desde hace más de veinticinco años, pertenecientes incluso a célebres personajes de diferentes ámbitos de la sociedad que entre unas cosas y otras, abogados, papeles, acuerdos, primos, hijos, firmas y desbarajustes posteriores a la natural desatención del después del reparto de la herencia han ocupado un hueco en el almacén del tanatorio convirtiéndose en relojes de polvo. Más que de buena memoria conviene disponer de buen olvido, eso ya ha sido dicho aquí en alguna ocasión, pero en su justa medida, no vaya a ser que una mañana, con las prisas, no reparemos en que el que se encuentra al otro lado del espejo no es nuestro hermano gemelo.
miércoles, 1 de agosto de 2012
Las cenizas del olvido.
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