domingo, 26 de noviembre de 2017

Diario de Noviembre XIX


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Cada punto de partida tiene un horizonte, una diana, un sitio al que dirigir la mira telescópica de la intuición, un símil con los espejos, una contrapartida, un porvenir con pan duro en el cajón, o no, y un telón de fondo; y una sacudida de esperanza cuando te enteras, así por las buenas, de que piensas luego existes. Iniciar una andadura, por escueta que sea, trae consigo arañar el caparazón del intelecto, probar con las llaves de la curiosidad, darle vueltas a las cosas, razonar sobre lo que si y lo que no en cada momento, con sus cómos y sus cuándos, con su por qué si y su  porque no y su aire de bóveda del Metro. Abrirse paso entre la inmensidad, rescatar un rayo de la luz del día, nadie lo diría, tan joven y tan viejo, tan asustadizo y tan perplejo, tan de vuelta de nada, tan insustancial como asombrado, absorto, ido, camuflado bajo la apariencia de otro que es el otro de otros cuantos, de otros muchos u otros pocos que depende y según se mire a veces está muy claro quién es quien, es un privilegio accesible de la vida siempre y cuando no te llamen loco encontrado; he ahí el contrario, he ahí la Poesía. Los puntos de partida tienen eso, que se los da por supuestos y salen inesperados. El azar maneja a su antojo el piano del trajín sonámbulo de La Ciudad. Tarde de Domingo de andar por casa, escuchando Rock en honor de Malcolm Young, haciendo los deberes, acariciando el perfil de una puerta, luciendo el brillo del cuarto de baño, tendiendo la colada, pasando el tacto enguantado sobre las superficies que acogen a los libros, que los ven dormir, que los ven callar, que los ven reír y llorar de alegría, que los ven aguantar el chaparrón, que todavía se preguntan cómo vinieron a parar aquí, a estas cuatro paredes dentro de La Ciudad.

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