viernes, 24 de noviembre de 2017

Diario de Noviembre XXVIII


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Esta tarde he visto un helicóptero sobrevolando La Ciudad; La Ciudad siempre contemplativa en su ambiente y en su forma de pensar, tan niña mimada y dueña del azar/azahar; hay partido. Desde Liverpool se han desplazado, así a bulto, unos cinco mil aficionados ingleses; si salimos de ésta como hemos salido es que algo hay, que hay mecha, cuerda, tango, compás, sabiduría, gramática parda como diría Juan José. La plaza de San Francisco se ha convertido en un hervidero, toques de balón y gritos, alaridos defendiendo los colores de la pertenencia por hache o por be, religiones al uso con tal de no pegarse un cabezazo contra la pared, camisetas rojas y pancartas, cerveza por la vena y por la boca y por la nariz; la ciudadanía los contempla como se contempla a un grupo de ovejas que están jugando a invadir por unas horas un pasto cercano; porque en el fondo lo que se siente es una profunda incertidumbre difícil de compartir, y en esas estamos. La Policía está al tanto, aquí no tiene por qué pasar nada, vamos, sería muy raro; hay furgonetas y agentes posicionados en su escultura de radares con pinganillo, ya digo, al quite. La señora sin brazos ni piernas de la calle Tetuán todavía estaba ahí a las seis de la tarde desde por lo menos las diez de la mañana; cuál será su concepto del tiempo. Los asadores de castañas ponen fácil que se acuerde uno de Londres si mira al horizonte de la Puerta de Jerez desde la Avenida de la Constitución justo antes de llegar a la esquina con la calle Alemanes. Las heladerías siguen vendiendo. Donde antes había un Horno de San Buenaventura han abierto ahora lo mismo pero diferente, claro; algo más puesto al día con las levaduras y con los polvos y con los colores de las paredes y con las maderas de las estanterías y con ese tipo de diseño que se ha tomado en serio lo de la globalización, algo más a lo que vamos, que a mi me entristece hasta que me acostumbre. Hay un restaurante en La Ciudad en cuyo cartel de entrada se puede leer Barra costumbrista, todo un detalle que me ha llevado a Galdós; en ese lugar se come de maravilla, para chuparse los dedos, o de rechupete que es como se decía cuando éramos niños y nos estaban enseñando a expresar lo mucho que nos había gustado una comida o  uno de aquellos helados de vainilla que eran el súmmum del sibaritismo. Hay un palacete en la calle Zaragoza al que le están arreglando la fachada, y allá donde estuvo nuestro querido Trinity un local adaptándose a lo que se da a entender que es el siglo XXI; aquel bar irlandés de los bajos del hotel Inglaterra en el que podía uno ir a leer por las tardes entre turno y turno ya no existe. El Tiempo y el Aire están emparentados, como los perfumes y el recuerdo.

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