martes, 7 de noviembre de 2017

Diario de Noviembre XVIII


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Ser libres es una obligación que no podemos permitir que se nos arrebate por miedo a perder una identidad ficticia que se nos ha ido cosiendo como un traje a medida a lo largo de los años, con ese afán de seguridad que determina una cierta dosis de quietismo y de aquiescencia envuelta en prejuicio, con ese aire de convicción sostenido por el influjo de una parte de conservadurismo conveniente, haciéndonos mirar para otro lado, fulminando la empatía, desatendiendo el impulso del sentido común, yendo a lo nuestro o a lo que devenga en interés. Tiende el hombre a desplazarse hacia la orilla de la calma pero esperando la oportunidad del desquite; no deja de ansiar cosas que andan ahí agazapadas en el subconsciente esperando su turno, dedicándose mientras tanto a mirar crecer la hierba en las aceras hasta que llegue el momento oportuno. A veces me viene a la cabeza la última secuencia de La lengua de las mariposas, en la que el niño que tanto cariño le tenía a su maestro acaba por insultarlo públicamente a la salida de la camioneta en la que iban a darle el paseo a los hombres que serían fusilados, tirándole incluso alguna piedra, la última de las cuales se plasma en la pantalla como un tatuaje que se incrusta en el alma del espectador. Ser libres es una condición que nos pertenece, que nos es inherente, que va con nosotros, para decir que si o que no, para decantarnos por la parte de la verdad que consideremos más justa; pero todos acaban siendo conceptos relativos una vez que sabemos que nuestro radio de acción abarca poco y que conviene salvaguardar nuestro entorno para que la epidemia social no cale en él. La calle es amplia, las visiones sobre ella se suceden, los versos afortunadamente no han desaparecido, el rumor de la incertidumbre cesa poco a poco, se acopla como se acoplan dos cuerpos que se entienden a la perfección haciendo el Amor.

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