miércoles, 15 de noviembre de 2017

Diario de Noviembre XXVI


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Hay edificios que parecen estar encantados, casas que soportan el paso del tiempo con pétrea calma de esqueleto. Las líneas de una fachada hablan de su época; los perfiles de los entrantes y salientes se encallan a pesar de los siglos, y eso les da la potestad de la experiencia y el volumen de la historia, los tatuajes del temporal y no sé por qué una apariencia incólume. La permanencia de tanta belleza junta, la cotidiana presencia de la misma, nos lleva a un tipo de costumbrismo que le resta interés a la intención de querer saber más a cerca de nuestro entorno, porque la tenemos tan en nuestras narices que nos acaba por pasar desapercibida, transformándonos en figurantes de su paisaje: la naturaleza, en todos sus órdenes, es sabia y no hace las cosas al tuntún. Los negocios que se abren en los locales del Centro de La Ciudad cada vez se solapan con más facilidad; además de europeos somos americanos, eso es una globalización como Dios manda, chapuzas las precisas que se trata de una cosa muy seria; dónde va a parar, ese aroma a pizza y a burguerquín, ese efluvio de color en la exuberancia de los helados y los algodones de caramelo y lo comestible e incomestible policromado hasta la saciedad de la sed insaciable de esta cosa que pasa, ese sensacionalismo de aquí te espero, ese casting en el que los guapos ganan a los feos, esos carteles que son la delicia de la impostura cotidiana de las marcas y lo que no son las marcas y dale Perico al tormo hasta que no haya más madera que cortar. A todo se acostumbra uno, dicen; y no está mal planteárselo; estar hay que estar, digo yo, solo que, solo que, solo que... me acabo de concentrar en un sólo de acompañada guitarra por una casi desapercibida batería. Tenemos de todo pero lo jodido es que no nos podemos quejar. Saturación, quimera, enchufe, chanchullo, engaño, farsa, patrimonio, juzgados, abogados, papeles, lo de siempre. Los dos últimos días me ha decepcionado la calidad de la Prensa escrita.

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