martes, 7 de agosto de 2012

Abierto las 24 horas.






En una calle en pendiente, con fachadas encaladas y aceras estrechas, con patios andaluces, alguno que otro queda de lo que no ha sido transformado en boutique, bar o relojería, y televisores que transmiten el ruido del hogar a través de unas ventanas en las que se ve a una familia deborando una ensalada y sumamente atenta a la pantalla, con balizas de hierro que separan al caminante del peligro de la colisión contra la descendiente carrera en forma de desbandada, rugir de motores, de quienes piensan que treinta metros de angosto asfalto, se encuentren donde se encuentren, son la escena perfecta para acelerar y poner el corazón en un puño a quienes tranquilamente gozan del paseo, se encuentra la tienda de mis fríos litros de cerveza. No cierra en todo el día. Venticuatro horas de nec ocium, calor sofocado por la leve brisa que, como si de un girasol se tratase en la ceremonia de sus movimientos, un pequeño ventilador, a cuyas rejillas se adhiere una ligera capa de óxido, transmite a lo largo y ancho de sus dos primeros metros cúbicos de alcance en este lugar con tintes de antiguo colmado. No sé si hay algo que aquí no se venda. Todo lo indispensable para salir del paso encontrará en esta tienda su encuentro con la solución. Conservas, bebidas, algo de fruta, congelados, artículos de limpieza, revistas, helados, diferentes tipos de consumibles y lo que no se ve y que habrá que preguntar. ¿No tendría usted, por casualidad...?, espera, hijo, que voy a mirar. Y quién sabe.

En verano el turisteo, a la hora de preparar el equipaje, puede pasar por alto algún detalle, todo eso en lo que a priori no se piensa y, todo lo que puede restarle hueco en la maleta a ese cúmulo de prendas que acabarán sin ser lucidas, que después, en el momento menos pensado se presenta como una necesidad. Un clip, un encendedor, una revista en la que se exponga de forma clara la programación de la telebasura, una simple chincheta, en fin todas esas cosas que en su ausencia y ante nuestra cada vez más dada incompatibilidad para frenar el desmoronamiento de la tierra a causa de este tipo de infortunios sin los que es irremediable un esqueyatelodije. Pero disponiendo de este supermercado de lo superfluo puede andar tranquila la tribu excursionista sin tener que acordarse de Santa barbara cuando se quede sin papel higiénico, sea la hora que sea.

Se encuentra regentado el establecimiento por una familia que, a base de turnos el más duro de los cuales, el de la madrugada, normalmente cae en las espaldas de un muchacho, tiene como insignia a una anciana de unos ochenta años, sorda, medio inválida, derrotada por el paso del tiempo y con cara de muchas incomprensiones, embebida en el sintomático despiste del alzheimer y acurrucada en una hamaca, en la que el muchacho pasa la madrugada, como el faro en mitad de las olas. Todos contribuyen; una linda jovenzuela aprovecha los huecos de las horas de su reemplazo para leer una saga para mi desconocida, en la que vuelan los dragones rescatando de las llamas a los inquilinos de un planeta plagado de fantasías, como cada verano porque ella solo lee en verano. Un par de señoras, las supuestas madres de la nueva generación, compuesta por la jovenzuela y el muchacho, fuman sin tregua en la puerta apartando con desganados puntapiés los papeles que se arremolinan en torno al frontis del comercio, inspirándose en el humo para combatir el aburrimiento.

Pasadas las diez de la noche, hora en la que agostea la claridad sosegando el miedo a la inoportunidad y la tardanza, ya no es posible la provisión de todo cuanto ostente un gramo de etanol, ni una birra, y el servicio comienza a verse adornado por unos focos fluorescentes que penden del techo dándole un toque de quirófano a las operaciones comerciales. Conviene venir con cambio en el bolsillo para no irse de vacío. Aquí no se fía, bueno, no a cualquiera; a mi me ha costado una buena limpieza de riñón a base de zumo de cebada, pero fue solo una vez y con la sensación de haber sido galardonado con la medalla de la honra litronera y las latas de fabada a deshoras, y el paquete de pan Bimbo que el domingo remedia el olvido del pan de ayer. Pasada la medianoche, cuando te cagas en la mar porque te quedan un par de pitillos, las demandas son atendidas, con la debida pulcritud y el consiguiente escruto, a través de una ventanilla por la que asoma la cara del zagal recién despertado por los golpecitos que solicitan piedad, atención y unas lonchas de jamón de york. Y todo es tan casual y tan sencillo, tan familiar y distante; todo es tan abstracto como el desorden de cartones y enbalajes de plástico que representan la escultura del ya vendrá otro a recogerlo. Todo el barrio cabe en la maratoniana senda del guión de la jornada, todas las miradas, todos los chismes, todo el revuelo de olvidadizos forasteros, como yo, que duermen tranquilos porque a su amparo se encuentra la despensa que mitiga la sed sea al medio día, al atardecer, al caer el sol o en plena madrugada, caigan chuzos de punta o se relaje la mar en una marejada, abierto las venticuatro horas luce un cartel en la entrada.

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