jueves, 2 de agosto de 2012

El aroma de mi escuela.








Frecuentemente me da por echar la mirada atrás para acordarme del perfume de las aulas de mi escuela, desde la que acogió mi parvulario hasta la que me despidió de la educación general básica. Hay rincones de cada una de ellas que persisten con firmeza en mi mente, y podría decir que alguno de los olores con los que comencé a cultivar el gusto por el olfato proceden de allí. Lápices y gomas de borrar, sacapuntas de doble orificio, estuches con cremallera y diferentes compartimentos, reglas, escuadras, cartabones y transportadores de ángulos, ceras, cartulinas y papeles de colores, los llamados de seda y de cebolla, mesas y sillas de madera, pupitres, encerados, pizarras. Fuentes a las que acudíamos sedientos después del recreo a beber aquel agua bendita devastados por una sed feroz y mortal de necesidad entre empujones. La tierra del campo de fútbol, las piedras con las que conformábamos las porterías, el cemento de la pista de gimnasia, el oxido de las alambradas y la cal de la fachada. Los árboles que ocupaban algunas de las zonas del recinto y los arriates en los que fácilmente podía perderse una pelota. El pasillo de entrada en el que el conserje, el señor Porras, controlaba los movimientos de la manada de chavales compitiendo por ser los primeros en llegar al interior de la sala, las escaleras que subían hacia las estancias que albergaban los cursos de lo que por entonces era conocido como segunda etapa, las huertas que desde allí se veían, con sus gallinas y sus burros, con sus lechugas y sus tomates y el inconfundible rugir de la moto del hortelano o de la furgoneta del lechero cada mañana a eso de mediada la primera clase.

 En un jardín, situado junto al pasillo  de la entrada y a lo largo del mismo, se cultivaban flores y diferentes plantas que iban marcando el ciclo vegetativo del curso, y no era raro que alguno de nosotros sufriera la mala fortuna de caer en el interior de éste, víctima de una caída provocada por los asiduos choques y atropellos de las bromas en forma de peleilla de turno para atraer la atención de las niñas, y acabase de barro hasta las orejas. Muy cerca se encontraba el gimnasio y su repertorio de cuerdas, anillas, espalderas, potros y barras, y un cuarto de el que como por arte de magia Don José Antonio sacaba tantos balones como le fuesen pedidos.

De la pared sobre la que se encontraba la pizarra, en todas las aulas, pendía un crucifijo y una foto de los reyes de España, que en mi tan solo despertaba la infantil emoción de llamarme igual que aquel señor que decían ser el más importante. Al final de las cuatro paredes había un armario en el que se iban almacenando materiales, desechos y retales, destinados a la última clase de la semana, la de todos los viernes por la tarde del primer al quinto curso, destinada a los trabajos manuales que periodicamente, en función de la fecha del año en la que nos encontrásemos, se dedicaban a realizar, por ejemplo, un común ejercicio de marquetería en forma de caballito cuyas alforjas eran dos reciclados envases de flan Danone, todo bien coloreado y envuelto en llamativo papel celofán, que supondría el regalo del día de la madre, o un colorido cuadro, a base de miga de pan mezclada con glicerina, en el que cada cual se lo montaba lo mejor que podía con el paisaje y la capacidad cromática de la témpera, o el dibujo de una flor cuyas diferentes partes iban siendo rellenadas por legumbres, lentejas, alubias, garbanzos y arroz, en forma de collage rematado con un arco iris de acuarela cuya paleta venía guardada en una caja de lata con algún hueco para el agua y un pequeño espacio para los pinceles.

El recuerdo en torno a mis profesores procuro mantenerlo sobre las figuras que me enseñaron mucho de lo que no acontecía en aquellos libros de Cosmos, lengua, matemáticas y Naturaleza. No sé porqué pero Don Pedro siempre me atribuía dotes para el escenario; aún hoy, si raramente y por casualidad coincidimos en mis esporádicas visitas al pueblo, me lo continua repitiendo. La ironía con la que después me he ido desenvolviendo para nadar en este mar de incongruencias tuvo su fuente en Don Manuel Romero, que no conformado con darnos lecciones de inglés amenizaba sus clases con chistes difíciles de pillar envueltos por la suficiente dosis de un fluido sarcasmo que pretendía que viésemos algo más allá de lo que había delante de nuestras narices. Don Antonio Sena era el espejo en el que empezar a esculpir nuestros buenos modales sin recurrir a inexplicables y excesivas obligaciones del típico y el tópico, su forma de mantenerse callado cuando más enfadado estaba era el ejemplo del poder del silencio con ausencia de amenazas ni atisbo de castigo ni de venganza en sus posteriores discursos. Don Juan José valoraba mucho el cálculo mental, que yo tenía bastante desarrollado, a pesar de ser un negado para los números, debido a mis primeras experiencias para llevar de cabeza las cuentas de la barra de un bar que cuando se llenaba era un perfecto ejercicio de sumas y multiplicaciones en base al precio de tintos con gaseosa, cortos y cañas, en el que convenía andar rápido para atender las sucesivas peticiones de pagos y rondas pendientes de ser cobradas, y se divertía mucho con mi agilidad para desarrollar las fraccionarias subdivisiones de las pruebas de números quebrados, tanto que creo que solo por eso me acabó concediendo un inesperado aprobado con un cómplice guiño de comprensión hacía mis prematuras jornadas del oficio con el que más tarde acabaría rodando por el mundo.

En aquel sitio tuvo cabida el mundo entero, desde los primeros pasos del dibujo con Doña Marisa hasta el cariñoso pezcozón con el que Don Santiago me hizo entrega del diploma de graduado. En aquellos años se forjó el desastre y la maravilla, lo que uno poco a poco, a trancas y barrancas, ha ido dando de si. En aquellos días se encuentra la relación que hoy encuentro entre las ganas por volver a estudiar cada vez que huelo el libro que tengo entre las manos, y ese aroma, el aroma de mi escuela, más que el de cualquiera de los Premier cru classé de Burdeos que después haya catado a ciegas, es el que persiste en mi memoria con el mismo buen sabor de boca que suelen dejar las lecturas en las que uno encuentra parte de lo que dejó por el camino y ahora rememora para agarrarse fuerte a algo muy parecido a lo que luego vino a llamarse la felicidad que nadie sabe dónde encontrar.


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