Cualquier lectura, fundamentalmente de novela, cuento o relato, puede ser entendida desde una panorámica personal en relación con lo que sucede en el transcurso de la trama. Desde el punto de mira de las cosas que nos pasan y le pasan al protagonista de una historia nos ceñimos a una parte de comprensión que el mundo nos tenía reservada y se nos muestra para goce y disfrute, y como acompañamiento en el transcurso de los pensamientos que tratan de dar solución a ese tipo de metafísicas cuestiones sin cuya salida de dudas el alma no parece quedar tranquila, y que pueden encontrar un sentido en el sitio menos pensado de la mano de uno de esos seres que habitan en la literatura. La semejanza entre las andanzas sobre las que se desenvuelven los personajes y las que nos acontecen a nosotros entra a formar parte de los mecanismos de persuasión con los que el autor nos mete de lleno en las páginas de una obra, de modo que parecen ir pasando los acontecimientos, en esa vida al mismo tiempo aparte y paralela con sede en las fabulaciones de la literatura, de una forma casi tan tangible como lo pueda ser la vida real que uno tiene al lado y encima del cráneo.
Hay personas a las que no hubiéramos conocido si no es por la afortunada y fortuita decisión que un buen día nos llevó hacia el estante librería de un familiar o al arsenal de una biblioteca en busca de un tesoro al que acudiríamos con la premeditación de un detector de metales, preciosos en este caso. Existen sujetos con los que hemos mantenido conversaciones mediante los renglones, y una vez cerrado el libro nos los hemos llevado a pasear y a tomar unas cañas. No están ahí pero no dejan de estar. La familia se agranda y no pide comida, solo ser atendida, leída. Me sucedió con monsieur Maursault en El extranjero de Albert Camus, con Mr Aschenbach en Muerte en Venecia de Thomas Mann, con, siempre con, Oscar Matzerath en El tambor de hojalata de Günter Grass, con Biralbo en El invierno en Lisboa de Muñoz Molina o con toda la familia Buendía, allá en el Macondo de García Márquez en el que cabe entera la lava volcánica de la literatura, en esos Cien años de soledad con los que el mismísimo Harold Bloom entrega la cuchara. No puedo olvidarme del Raskolnikov de Crimen y castigo de Dostoievski, con su pelo y con su lana, ni de tantos otros a los que les debo la camaradería con la que amablemente fui atendido entre el humo de mis cigarrillos Samson y los techos a la espera de esa cómplice sonrisa del descubrimiento.
De esta forma, mediante el recorrido de un lado a otro por las latitudes del planeta de los libros, que se nos instala en forma de voz interior olvidada de las dedicaciones de cualquier otro apetito en tanto haya hojas a las que continuar atendiendo, acompañados por el susurro de los juicios de los personajes que se nos pegan a la piel, vamos trazando un árbol genealógico en el que se van diseminando las diferentes zonas de las virtudes y defectos que nos tiene en pie, emparentados con esa prole de personajes de cada uno de los cuales extraemos algo en claro: familiaridad, comunicación, simpatía, apego, y una común entrega en beneficio de que las sacudidas que sufre la cabeza con las elucubraciones mas personales acaben por encontrar una sombra bajo la que ampararse del calor o un cruce de caminos que nos presente la posibilidad de una mejor hoja de ruta.
Hay lecturas que bien merecen ser releídas inmediatamente después de haber cerrado el ejemplar por su última página, para tomar una más firme posición de consciencia del valor que atesoran y para revivir nuevamente esa aventura que se condensó sin tregua y a la que nos pegamos como una lapa, en la que pusimos nuestro empeño por la mutua salvación tirando del carro del que el protagonista tira, y fantásticamente remando en la misma dirección que éste, mano a mano, codo con codo, linea tras linea. Para quien Haya leído El viejo y el mar de Ernest Hemingway no hay titubeo a la hora de considerar al campeón Santiago, a ese anciano que duerme sobre papeles de periódico y cuya mejor compañía es la de un jovenzuelo orgulloso de ser alumno suyo, como el más firme representante de la condición humana, en su lucha y orgullo, en la insistencia de sus esfuerzos, en la odisea que representan esas más de dos solitarias jornadas sobre el mar a bordo de un bote con el objetivo de capturar un pez digno de reconocimiento tras ochenta y cuatro días de mala suerte, ni podrá evitar su admiración por la fiel causa de un ser cuya auto exigencia no salpica a nadie y cuyo merecido descanso, tras una llegada a puerto a la que a penas sobreviven el espinazo y la espada del más grande animal marino que se recuerde haber sido pescado por los hombres del poblado, sienta igual de bien a quien es testigo, linea a linea, de lo ocurrido. En él, en el Campeón Santiago, apodó que se ganó a "pulso", se encuentran reunidos todos los matices que puedan ser encontrados en la personalidad humana en esa rutinaria batalla de la supervivencia, no solo en busca de un trozo de pan, sino de una superación personal a la que no le importa llegar a la cima de vacío cuando el alimento obtenido en todas las etapas de la experiencia es recompensa más que suficiente para sentirse tranquilo y realizado.
martes, 28 de agosto de 2012
El campeón Santiago.
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