domingo, 5 de agosto de 2012

Medio siglo sin Norma Jeane.






Dices buenos días, te topas con un amigo, con un vecino por la calle, saludas, compras el periódico, tomas un café mientras a tu alrededor todo continúa en el mismo estado de cotidiana rutina de movimientos en la que lo abandonaste ayer. Pasas por una esquina y no alcanzas a suponer lo que le habrá podido ocurrir, minutos, horas, días o meses después de esa última mirada o encontronazo, después de ese punto suspensivo que no encontró una continuación, a cualquiera de esos conciudadanos con los que te acabas de cruzar con la naturalidad propia de la mañanera caminata al trabajo; de la misma manera que nadie puede adivinar hasta dónde llegará el camino, el recorrido, que tú realices tras un imprevisto no volver a verte nunca más. Quién lo iba a decir, parece increíble. Frecuentemente nos sorprendemos por intempestivos sucesos que dejan muy a las claras la debilidad que nos habita, lo efímero de nuestra existencia que se esfuma con un soplo de aire, y nos amparamos en la fortaleza que nos queda para continuar nadando, lo más decentemente posible, en este mar de circunstancias que hay que procurar saber elegir y esquivar para que el desvarío no nos barnice de derrotismo. Algo perecido debió pensar, tal día como hoy, hace cincuenta años, el periodista a quien Norma Jeane concedió su última entrevista un par de días antes de la tragedia, cuando se enteró de la fatal noticia de la desaparición de la mujer con la que había estado conversando con toda naturalidad. Como por la inercia de una brisa se desvanecieron todas las palabras, todas las confesiones realizadas y en las que, tras haber escuchado decenas de veces la grabación, no se apreciaba el más mínimo atisbo de semejantes supuestas intenciones de abandono que derivaron en su muerte.

Después de todo lo que enmascaraba esa trayectoria de modelo, de vulnerable mito sexual y glamour, de mujer objeto para los cálculos de una academia que encontró el filón oportuno en el preciso momento de la flor de su juventud, cayendo en la tacañería de no proporcionarle camerino, para ahorrarse unos dólares, durante el rodaje de su primera película cuyo título era los caballeros las prefieren rubias, sabemos que, por saber, de su padre no se sabe nada y que tal vez heredó de su madre una congénita tendencia a los trastornos psicológicos; o puede que la culpa la tuviera la descomunal falta de afecto con la que creció, o el deambular de un orfanato a una casa de acogida durante el círculo vicioso de su infancia de la que llegó a decir que fue criada como una niña abandonada, sin pelos en la lengua, de la misma forma que afirmaba ver en Clark Gable la imagen del padre en la que poder mirarse, o no se escondía para proclamar su continua queja a cerca del trato que en los estudios de Hollywood le dispensaba a los artistas, a la mercancía con la que especulaban los magnates del celuloide. Es posible que a todo este desajuste de emociones se debiera igualmente su indisciplina en los rodajes, su acumulación de relaciones, su falta de olfato para atisbar las garras de los poderosos que no cuentan con la memoria entre su ramillete de virtudes. Todo una niña deseosa de una simple y sincera caricia, todo un genio que fue capaz de convertir su ligero tartamudeo en una jadeante voz con la que mitificar Happy birthday con sordina en la garganta.

Existe un último gesto, un postrero lance con el que se da por concluida nuestra biografía. Ni una palabra mas, como colofón a toda una vida y obra, dejó escrito Cesare Pavese en su diario antes de cerrarlo definitivamente, en ese transcurrir de páginas que después conoceríamos con el título de"El  oficio de vivir", y horas mas tarde se despidió del mundo tomando la decisión de suicidarse, quitándose del medio de la siempre terrible manera que supone la ingestión de doce sobres de somníferos, el 28 de Agosto de 1950 en un hotel de Turín, doce años antes de que, supuestamente, Marilyn Monroe cayese en el mismo abismo del sin retorno. En ocasiones vivir cansa y dejan de tener aliciente el canto de los pájaros y la luz de las luciérnagas, tal vez la delirante experiencia de una sobrecogedora intensidad mental  que imbuye al cerebro en la más alta de las autodesconsideraciones ha acabado con las ganas de algunos de cuantos se mostraban al mundo como referentes, ídolos y ejemplos, personas admiradas que no resistieron la tentación de abandonar la existencia por decisión propia; que no encontraron ningún motivo a su alcance para extraerle el más mínimo incentivo de continuación a lo que veían; puede que la lucidez juegue estas malas pasadas, que una vez que no se sabe qué hacer con el tiempo, cuando se tiene la completa seguridad del advenimiento, tarde o temprano, de la parca, o tal vez cuando se mercantiliza demasiado y se confunde el alma con un mero cacharro, mejor decidir por uno mismo el justo momento en el que ponerle fin a la agonía del rutinario hábito de respirar entre mentecatos que no entienden ni tratan de indagar en las profundidades de la verdad que no necesita ser filmada para mantener en pie su vigor, o porque no hay un motivo aparente al que poder dedicarle mas atención y no se encuentra una tabla de rescate. Cuanta crueldad. Todo muy complicado, demasiado difícil para verlo desde la barrera. Son tan retorcidos los entresijos del ser humano que resulta excesivo aventurarse a opinar más allá de la tristeza con la que es recibida cualquier pérdida y casi que no nos queda más remedio que respetar en silencio lo acontecido.

Llevamos cincuenta años con los Rolling Stone, medio siglo de canciones que Norma Jeane no conoció, diez lustros sin lustre de faldas al vuelo ni cuerpos que duermen desnudos con unas gotas de colonia como acompañamiento. Llevamos mucho tiempo desamparados de la belleza de unos ojos y unos labios anunciando el perfume del edén , suficientes números de calendario como para comprender que aunque nada sea eterno hay miradas que perdurarán a lo largo de la historia.


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