miércoles, 8 de agosto de 2012

Carros de Écija.





En una espectacular secuencia de El robo más grande jamás contado, con una dosis de humorístico alboroto con gran significado de fondo, en la que en Barajas tiene lugar un formidable revuelo, en forma de común protesta  de todos los allí asistentes, debido a una huelga de compañías aéreas, por momentos el caos reinante es la más firme representación de una popular desaprobación que acaba saqueando el aeropuerto y no dejando títere con cabeza; a ello ha llevado el recuerdo después de enterarme de lo sucedido ayer en un supermercado de Écija, después de que no haya sido una gota sino varios chorros los que hayan colmado el vaso de la paciencia, y la buena fe de la indignación decidiese actuar bajo el único pretexto de un plato de lentejas. Cuando el pueblo salió a la calle en la Francia de 1789, durante la toma de la Bastilla en el 14 de Julio de aquel año, hastiado de mentiras y de sinrazones, de abusos de especulativas diplomacias cuyo único fin era todo menos el esfuerzo por acercarse a los derechos del trabajador y el desarrollo de una sociedad en la que ir cimentando las premisas de la igualdad, tembló la tierra, sangrientamente pero tembló. Es lamentable remitirnos a aquellos hechos, por el derramamiento de líquido rojo, pero se observan en ellos puntos de encuentro, y permítaseme añadir de romanticismo solidario, como nunca los ha habido a lo largo de la historia en lo que a la unión de la ciudadanía se refiere. Un poco de ese espíritu viene, hace mucho, desde que se nos comenzó a comer la cabeza con la perorata consumista, y mucho antes, tal vez desde que el hombre consiguió mantenerse erguido, faltando, y sobre todo ahora que es necesario un unánime apoyo para salvar los muebles de la dignidad en esta contienda en la que se están juntando el hambre con las ganas de comer.

Asistimos a tremendas paradojas como encontrarnos con la más precaria de las necesidades a las puertas de unos grandes almacenes, en la imagen de los mendigos que deciden colocarse allí para ver si cae la breva de alguna moneda, mientras dentro de esos coliseos de la abundancia las estanterías rebosan de productos que llevarse a la boca; y unas calles más allá podremos ser testigos, debido a la tendencia de estos colosos para ser ubicados en las afueras de las localidades, de las barriadas sin techo, sin pena ni gloria ni pan, sin agua ni luz ni jabón, con humedades y pulmonías, con ratas y cucarachas y enfermedades propiciadas por una contumaz falta de higiene imposibilitada por el error de la balanza, delante de nuestras narices como mostrándonos el fracaso, el suspenso, la desolación de la impotencia y la gravedad de la cuestión, mientras en otros de los estantes de aquella monumental nave yacen apiñadas miles de bombillas, recambios, piezas de mobiliario y enseres en general con los que poder fardar de barbacoa con la tribu de la oficina arreglando el mundo con una copa de tintorro en la mano, un trozo de pan con chorizo en la otra y un hilo de pringue en la barbilla; si es que la cosa está muy mala, Paco, y nos echamos a un lado para eructar.

Una vez asistí a un memorable momento; en un supermercado de un pueblo catalán sucedió que un señor, después de haber llenado su carro de la compra con todo lo necesario para mantener a los de su casa por unos días, aludió a razones de sentirse desposeído totalmente de dinero debido a la ruina en la que se encontraba y explicando que solo quería que sus hijos comiesen, pero que pagar no podía. La cajera, una de esas flores sin aroma que se deshacen del rencor y del odio que le provocan su complejo de inferioridad a base del siempre bajo gesto de delatar a cualquiera, no dudó en denunciar de inmediato llamando a la policía. Yo, debido a que iba detrás de aquel señor y aquella tarde no tenía ninguna prisa, decidí esperar a que me cobrarán una vez que lo hubieran hecho con el señor que estaba provocando semejante escándalo, cosa que ruborizo a la cajera y que casi me provoca una muerte instantánea debido a sus miradas. La policía llegó, y qué pasó, tras los argumentos de una y otra parte, que uno de los agentes sacó dinero de su bolsillo, pagó aquella cuenta y Sanseacabó. Chapeau, de órdago. frotándonos la cara andábamos los allí presentes. Increíble. No pagó una ronda este agente en no sé cuanto tiempo. Muchas veces me he preguntado de dónde pudo venir la idea, si fue suya así como el dinero, o qué fue lo que dio pie a que aquella situación se resolviese de tal manera.

Pero ayer en Écija el revuelo ante una maniobra de similares características fue de aupa. Palos hubo y todo, leña al fuego. A diferencia de la anécdota de mi exvecino catalán en Écija fueron varios los padres de familia que decidieron llenar la cesta y salir del establecimiento sin pagar sencillamente por no tener ni un céntimo en sus bolsillos, mientras los mozos allí encargados del cobro se encaraban en forcejeos, insultos y disputas por tratar de conseguir que la desvergüenza de esos jornaleros, que llevan mucho tiempo sin poder faenar en el campo, se topara con la justicia; bien es sabido que a dios lo que es de dios y al César lo que es del César, lo malo es que parece ser que dios se quiere quedar con lo suyo y con lo del César, y entonces se monta la trifulca y el hombre vuelve a acometer su perdurable papel de ser un lobo para el hombre. Así de triste. Ahora habrá que esperar al juicio en el que una defensa argumentará motivos tan nobles como el infranqueable derecho de llevarse alimento a la boca que solo puede ser derrotado por el infame modus operandi de la justicia, que en estos casos encuentra fácil la manera de dejar muy claro cuáles son las cosas que caen por su peso. Que indignante resulta ver que el elemento que se encarga de simbolizar a la justicia sea una balanza a la que le debería resultar embarazoso, en contraposición a su falta de escrúpulos para con los débiles, sopesar el valor del daño de lo que transportaban esos carros de la compra.

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