martes, 14 de agosto de 2012

Viajar en Braille.





Mucho se ha visto a lo largo de la historia, mucho se ha contemplado y observado y, con papel en la mano o en ausencia de éste, se han difundido, de generación en generación, de boca en boca pasando por los oídos, vivencias en cuyo mensaje iba implícita la enseñanza de las costumbres y de los credos, de los miedos y de las leyes, de las consecuencias de los sucesos, de todo lo que tenía que ver con la vida, y precisamente en esta transmisión fue predominante el papel de los ciegos, desde esas zonas del fondo del alma en las que se encuentra el terciopelo de los sentidos, esa parte a la que solo pueden llegar los que han de mirar tan adentro como no nos cabe imaginar a quienes vemos sin dificultad. El primero de los grandes poetas, Homero, era ciego, y desde sus profundidades humanas nos mostró una concepción del mundo, del destino y de la muerte, en la piel de unos personajes, en los vaivenes de unos viajes, en las luces y las sombras de unos paisajes, cuya fuente de inspiración no pudo ver sino sentir. Tal vez fue recompensado por alguno de los dioses con ese maravilloso don de la transmisión, pues eran muy generosos en este aspecto, con los invidentes, los moradores del Olimpo.

 En la edad media los ciegos llegaron a formar un gremio, como caja de resistencia, y pedían pero daban algo a cambio; contaban historias, narraban cantando, cantaban narrando fechorías, anécdotas, cuentos y fábulas, leyendas. Aparecen, igualmente, ilustres personalidades en el campo de la música, en el mismo siglo XVI de nuestro Lazarillo de Tormes, como son los casos de Antonio de Cabezón o el teórico Salinas, que no veían, cuyo arte traspasó las fronteras y obtuvo el aplauso y reconocimiento de los eruditos de aquel tiempo en toda Europa. Se dice que el primer peregrino que llegó a Santiago de Compostela era un ciego acompañado de su hijo, guiado además de por éste por una indiscutible sensibilidad y sentido de la orientación hacía lo sagrado, hacía la belleza que quería encontrar, y que a buen seguro fue capaz de encontrar antes de llegar, dentro de sí.

 Han existido ciegos míticos, y crueldades en torno a ellos, como la justificación por parte del evangelio de que la ceguera tenía su origen en el pecado de una vida anterior o en el de los progenitores del afectado; o faltas de equilibrio legislativo con las que salieron muy perjudicados los ciegos, como la situación originada a partir del momento en el que, durante la Ilustración, se les equiparó en facultades, para obtener el sustento mediante el ejercicio de una profesión, con el resto de ciudadanos ante una evidente falta de medios y de posibilidades. De todo ello nos da cuenta, de muy instructiva manera, Javier Mina en su libro "La mirada fósil", así como de otras muchas vicisitudes  y curiosidades en torno a todos los ámbitos de la vida en relación con los ciegos.

Alguna vez he tratado de ponerme en la piel de un ciego, de imaginarme cómo actúan el tacto, el oído y el olfato desde ese plano cargado de interrogantes, cómo interviene la emoción de la belleza figurada, y es tal el cantidad de sensibilidad que imagino necesaria, y de la que no dispongo, son tantas las cosas que me muestra esta nueva perspectiva que presiento un universo entero en el mero acto de palpar para reconocer un objeto. Es majestuoso ver cómo un ciego roza con las yemas de sus dedos la cara de una persona para reconocer en ella a un ser querido, adivinando su estado de ánimo y reparando en la aparición de alguna arruga. Para eso nadie como Ray Charles, que acariciando las muñecas de las damas adivinaba su aspecto físico y el talante de éstas. Y la sagacidad con la que aprecian los aromas, y esa especie de meticuloso radar instalado en las aurículas capaces de detectar el mínimo roce, y la inigualable capacidad receptiva de sensaciones a flor de piel de la que disponen estas personas, todo me da la impresión de que precisamente por poder ver se me escapan muchas cosas que no puedo sentir de ese modo tan particular, de esa única forma con la que llegar a parte de la esencia de las cosas, tan sincera, tan arraigada en las entrañas de la percepción.

La sinceridad sensitiva y comunicativa más evidente en nuestros días, en la que se auna toda la grandiosidad de la ocurrencia y la inteligencia fotográfica de quienes se lo han de figurar todo, a base de sentimiento, viene dada de la mano de una periodista francesa llamada Sophie Massieu, ciega y con un alma de trotamundos que viaja de país en país, de ciudad en ciudad, transmitiendo lo que siente, siendo la protagonista de un renombrado programa, del canal franco alemán Arte tv, en el que mediante un radiante y puro semblante cargado de belleza, y una libre descripción de lo que siente en cada momento, nos da fe de hasta dónde se puede llegar en el terreno de la percepción, detectando modos, formas, placeres, hábitos, idiomas, floras, faunas, climas, temperaturas, humedades, fríos, calores, texturas, sonidos, aires, cimas, llanuras, todo lo concerniente a las características de cada nuevo lugar en el que se encuentre, todo de primera mano, de los primeros ojos de un alma radiante y receptiva como la de Sophie Massieu con la que el testigo de la transmisión queda en buenas manos, en buena cabeza y en buen corazón, continuando los puntos suspensivos de la sensibilidad para regalarnos sus vivencias como la mejor imagen del poder del corazón que mejor ve.



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