viernes, 24 de agosto de 2012

La fatiga del recuerdo.




En esos ojos que parece que miran al horizonte, al infinito, se aprecia una verdad callada; tal vez un algo desposeído de toda conciencia tocada de presente, puede que algo de limbo y ensoñación. En esos ojos se ve que las estaciones transcurren como si no se sucediesen, como si esa medida que llamamos tiempo hubiera dejado de existir y su utilidad no fuera más allá de la nada en la que parece encontrarse todo. Desde ellos se otea la lejanía de lo cercano de una forma muy parecida a lo que supondría tener una nube delante que no molesta, y dentro de cuya atmósfera creada de la textura del insomnio hay algo de una paz indicativa de cansancio y resignación sin esfuerzo, de inercia y templanza y súbito destello de inteligencia y lucidez que viene a remover la balsa de aceite en la que parece encontrarse todo sin atender a leyes ni morales porque la quietud embelesada se superpone a los acontecimientos.

Es una contemplación en la que no se observa. Es un vistazo en el que no se fisgonea. Es una llanura simuladamente pensativa y serena en la que lo que gobierna es la médula del sentimiento, que por menguada y escondida que se encuentre resiste el envite, y la mecánica capacidad de respirar. Eran unos ojos que pertenecían a un anciano totalmente despierto en su sueño, sin aparentar estar atolondrado sino sencillamente tranquilo y carente de preocupaciones que le hicieran no dejar de explicarse esto o aquello. Era un señor de edad, un octogenario sentado en el banco de un parque desde primeras horas de la mañana cuando era ya casi media noche, y junto a él se encontraban un miembro de protección civil y otro del cuerpo de policía tratando de sacar de su boca al menos su nombre; pero no decía palabra ni asentía ni parecía estorbarle nada. Se dejaba llevar, se comportaba con docilidad, como si sus más íntimos sensores le dieran el visto bueno a la compañía de aquellos dos uniformados caballeros.

En mitad del paseo hasta uno de esos coches oficiales en cuyo techo aparecen una luces que a este señor para nada sorprendían, en el que le trasladarían a algún lugar en el que poder atenderle, fue donde los encontré; fue donde me di cuenta de lo que había sucedido y de la carga de felicidad que irradiaba el semblante de aquel hombre con aspecto de venir de haber echado un rato al dominó con sus amigos. Se sentía escoltado, resguardado y seguro; era como el embajador de otras vidas desconocidas en mitad de aquella acera en la que el corazón volvió a poner las cosas en su sitio al cruzarse con una señora de pelo blanco en la que reconoció algo muy familiar: el amor; tanto que quedó por unos segundos en una perfecta pose de estatua que señala algo muy querido, con la delicadeza propia del maestro que muestra una imagen y le concede longevidad a los instantes de admiración de los alumnos. para él era ella, a pesar del Alzheimer; para él era la verdad aunque no supiera cómo contarlo; para él era lo más importante que le había pasado nunca, era la huella que se resiste a ser borrada, porque de lo demás se encontraba fatigado de acordarse.


2 comentarios:

  1. una historia preciosa, tierna llena de ternura pero real,a la vez triste por la soledad que tienen algunas personas que no saben ni donde estan ellas mismas pero siempre alguien llega y laa acompaña y les da lo que todo ser humanno necesita amor y comprensión. Como siempre maraviloso relato, besos

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    1. Este pequeño relato corresponde a una de esas fotografías que se obtienen paseando, que forman parte de lo cotidiano y tras las que se puede adivinar una historia cuyo trasfondo va más allá de lo que simplemente vemos.

      Un fuerte abrazo.

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