viernes, 17 de agosto de 2012

Tres minutos de permiso.



Todo comenzaba en la petición de un permiso con la escusa de la inminente necesidad de ir al baño. Después aparecían los pasillos vacíos, inundados de un silencio de puertas y paredes tras las que se escuchaban explicaciones de maestros con leve sonoridad de voces conocidas, a las que se podía asistir como un oyente espía. Andaba por los corredores, libre por tres minutos, contemplando la quietud de lo que a la salida se convertiría en alboroto. Golpeaba un par de veces con los nudillos y salia corriendo. Bebía agua y me detenía a observar los murales y dibujos del último concurso. Todo tan de hielo y tan fresco, todo para mi. Recorría la galería de la segunda planta pasando por un laboratorio que casi nunca se utilizaba. Luego bajaba y me acercaba a la más pequeña de las clases situada como al final de un túnel, aquella en la que estaban los alumnos que habían sido agrupados bajo el común signo del record de suspensos. Evitaba ser visto a través de las ventanas cuando me aproximaba al salón de actos, junto al que se encontraban las aulas del porche de la entrada. Desde allí se accedía a una especie de oscuro callejón que dirigía al parvulario y el despacho del director, y ese instante era de máxima emoción debido al en cualquier momento acecho del conserje. En estas experiencias de explorador del sigilo del colegio se agudizaba mucho el oído y la capacidad de la observación para el paseo, y uno se sentía un privilegiado de la soledad sobre aquel característico aroma en estado puro de la escuela.

Los lavabos olían a rancio y se acumulaban en ellos las huellas de las travesuras junto con la humedad de los grifos mal cerrados. Los atravesados corazones por una flecha que unía dos nombres eran  los tatuajes sobre madera de la infancia. Las persianas rotas recordaban la trastada cometida por uno de los compañeros el día que pretendió saltar al patio por aquella abertura por la que dificilmente cabía un cuerpo. En otras se apreciaban las secuelas de los temibles balonazos de los más grandes, de los de octavo, y echabas cuentas de lo que te faltaba para ser uno de los mayores, de los que tomaban apuntes sin escuchar el dictado del profesor y escribían en cuadriculados cuadernos de anillas que no eran permitidos en los cursos iniciales. Y cuando mejor te lo estabas pasando, cuando parecía que el tiempo se había detenido a tu merced, se oía un grito, un inconfundible alarido made in Doña Santos o en Doña Encarnita, cuyas señales retumbaban en la distante cercanía de cualquier recoveco, y despertabas de aquel ensueño para regresar a tu pupitre con cara de niño bueno como si no supieras nada de todo lo grabado en la retina de tus ojos, dando fin a esos tres minutos de turística inversión sobre la afonía del colegio en la que te habías refugiado sin utilizar papel higiénico.

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